Autoría
César Menor-Salván
Profesor Ayudante Doctor. Bioquímica y Astrobiología. Departamento de Biología de Sistemas., Universidad de Alcalá
En la festividad de Reyes Magos se celebra el momento en el que estos acuden a adorar al recién nacido Jesucristo. Tal vez el lector no conozca de dónde proviene la tradición española de los tres reyes magos (Melchor, Gaspar y Baltasar), pues en la Biblia no se especifica ni cuántos eran, ni sus nombres. Tampoco se decía que fueran reyes, ni magos tal como lo entendemos ahora. Es posible que fueran sabios o astrónomos, y que la famosa estrella de Belén fuera un evento astronómico que ellos supieron ver e interpretar. Pero, aunque no fueran reyes, desde luego si debían ser personajes influyentes:
“Cuando Jesús nació en Belén de Judea en días del rey Herodes, vinieron del oriente a Jerusalén unos magos, diciendo: ¿dónde esta el rey de los judíos, que ha nacido? porque su estrella hemos visto en el oriente y venimos a adorarle.[…] y he aquí que la estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos, hasta que llegando, se detuvo sobre donde estaba el niño […] y al entrar en la casa, vieron al niño con su madre María, y postrándose, lo adoraron; y abriendo sus tesoros, le ofrecieron presentes: oro, incienso y mirra.”
Mateo:2
No es casual el conjunto de tesoros que presentaron al niño. El oro es obvio, pero nuestra imagen del incienso no es la misma que se tenía en la antigüedad, cuando era un bien muy valioso. Incienso es el nombre colectivo de resinas de olor agradable, obtenidas tanto de coníferas como de otros árboles aromáticos. Las resinas eran productos de lujo en aquel momento.
De todas ellas, era especialmente valorada la mirra. Esta se obtiene de unos pequeños árboles del genero Commiphora, en especial de un arbusto endémico del noreste de África, el árbol de la mirra o Commiphora myrrha. La mirra se utilizó ampliamente con fines medicinales, para la elaboración de perfumes y, en general, como una valiosa inversión.
El árbol de la mirra pertenece a la familia Burseraceae. Esta familia produce resinas compuestas por terpenos o terpenoides (el colesterol, un compuesto de origen animal, pertenece a ésta misma familia química). Los terpenoides tienen dos características interesantes: son químicamente muy estables y su composición varía según el género, familia y, a veces, la especie que los produce.
Esta propiedad la utilizamos en un campo de estudio llamado quimiotaxonomía: el conocimiento de las características distintivas en la composición de diferentes especies, géneros o familias biológicas. La composición de terpenos es variable, de modo que podemos identificar con bastante precisión la planta de procedencia de cualquier muestra de resina.
Las resinas pueden conservar su composición original durante millones de años. En este largo sueño geológico, sufren transformaciones químicas, dando lugar a un material que conocemos, colectivamente, como resinitas. Cuando la transformación es mas profunda, la resina original se convierte en ámbar. Cuando están parcialmente transformadas y preservan su composición original, se conocen como copal y preámbar.
El estudio de la composición de las resinas de plantas y las transformaciones químicas que sufren tras ser enterradas en los sedimentos nos puede ayudar a conocer la evolución de los ecosistemas. Gracias a ello podemos saber qué árboles existían hace millones de años, identificar cambios climáticos o cuándo aparecen nuevas familias biológicas.
Una mirra de 40 millones de años
Hace algo mas de 40 millones de años, durante el Eoceno, Europa era distinta a la actual. Hay un lugar que ofreció muchos restos de los ecosistemas de aquella época: las minas de carbón del valle de Geisel, en Alemania. Allí se encontraron abundantes fósiles, bien preservados gracias a las condiciones en las que quedaron depositados. También encontramos muestras de resinas en estado de preámbar.
Esto nos ha permitido determinar que aquellos bosques estaban formados por coníferas de la familia del ciprés de los pantanos, árboles tropicales propios de zonas húmedas y antecesores del árbol de la mirra, que nos dejaron abundantes muestras de la mirra hace mas de 40 millones de años. Todavía conservaba su aroma.
Las resinas sugieren que la Europa de aquella época estaba cubierta por selvas húmedas, algo consistente con el resto de estudios geológicos y paleontológicos. De esta época también son los yacimientos del famoso ámbar báltico, formados en bosques de coníferas tropicales. El Eoceno fue una época muy cálida que culminó con un enfriamiento global: glaciaciones, la formación de los casquetes polares actuales y la desaparición de las grandes selvas en lo que hoy es Europa.
Estos ciclos se han repetido a lo largo de la historia de la vida, condicionando la evolución o extinción de los organismos.
El ámbar español del Cretácico
Hace unos 100 millones de años, durante el Cretácico, la península Ibérica era un conjunto de grandes islas. La actual cuenca del Ebro era un brazo de mar que bañaba costas cubiertas de cálidos bosques pantanosos, similares a los actuales manglares.
Cantabria, Alava y Teruel estaban cubiertos de bosques de coníferas tropicales, entre los que vivían los dinosaurios. Los bosques estaban dominados por araucarias y una familia de coníferas relacionadas con los cipreses actuales, llamadas Cheirolepidiáceas. Esos bosques dejaron ricos yacimientos de ámbar.
Leer el libro molecular del ámbar revela el drama de la vida y cuenta cómo cambian los ecosistemas. Nos cuenta que, hace unos 93 millones de años, un cambio climático, que llamamos crisis cenomaniense hizo decaer aquellos bosques cálidos. Las Cheirolepidiáceas se extinguieron. El clima suave y seco erigió al nuevo líder de las coníferas ibéricas: la familia de los pinos.
La humilde resina de pino no formaba parte de los regalos de Reyes Magos. Sin embargo, es la fuente principal del aguarrás y la colofonia, dos productos de gran importancia industrial. No es tan estable como otras resinas y el ámbar de pinos es sumamente raro.
Afortunadamente, en los terrenos cretácicos de la Comunidad de Madrid, posteriores a la crisis cenomaniense, se ha preservado suficiente ámbar de pinos como para permitirnos seguir leyendo el libro de la evolución de los ecosistemas. Un auténtico regalo de reyes para los científicos que queremos aprender a usar las bellas pistas moleculares que los árboles nos han dejado desde hace millones de años, y entender cómo han evolucionado los ecosistemas.