Hidrología

22
Mar
2022

¿Por qué hay ríos mediterráneos en peligro de extinción?


Autoría: José Martínez Fernández
Catedrático de Geografía Física, Universidad de Salamanca

Una definición clásica y popular de un río nos dice que es una corriente continua de agua. La mayor parte de las definiciones que se han dado coinciden en la condición y el carácter “permanente” de esa corriente natural de agua. Esto significa que solo aquellas cuyas aguas fluyan permanentemente pueden tener la consideración de ríos y que, de no darse esa condición, estaríamos ante otra cosa.

La mediterraneidad
Muchos de los ríos de la región mediterránea, sobre todo aquellos cuyas cuencas se sitúan en territorios bajo condiciones bioclimáticas estrictamente mediterráneas, difícilmente pueden hacerse acreedores de la citada definición. Un buen número de ellos, en modo alguno.

Para que se genere escorrentía suficiente para dar lugar a una corriente continua de agua se tienen que concitar una serie de factores relacionados, sobre todo, con el terreno y el clima. Pero el factor fundamental es la existencia de un balance de agua (lluvia menos evaporación) positivo, que permita un exceso de agua continuado en el tiempo, capaz de alimentar un sistema fluvial de forma permanente.

En las regiones bajo clima mediterráneo esas condiciones rara vez se dan y, cuando ocurren, tiene un alcance temporal limitado. La precipitación es muy irregular en el espacio y en el tiempo y, en promedio, no suele ser muy abundante. Cuando lo es, frecuentemente se trata de episodios muy localizados de gran intensidad y, en ocasiones, de consecuencias catastróficas.
Sin embargo, las condiciones térmicas –indicadoras de la energía disponible para llevar a cabo la evaporación– son muy benignas, especialmente en una época, la estival, que cada vez se extiende más en el tiempo, sobrepasando los límites de la propia estación. En España, por ejemplo, los veranos son ahora más cálidos y casi cinco semanas más largos que a inicio de los años 80.

Todo ello hace que la cantidad de precipitación sea casi siempre inferior, o muy inferior, a aquella que la atmósfera es capaz de evaporar. El resultado es un balance hídrico negativo y la ausencia del exceso de agua necesario para que se genere escorrentía.

Un paisaje de cauces secos
Muchas de las cuencas españolas se sitúan en esas casi tres cuartas partes del territorio que están bajo condiciones mediterráneas. Eso significa que en dichas cuencas no se dan las condiciones que posibilitan la existencia de ríos, tal y como se han definido.

Lo podemos comprobar directamente paseando cualquier verano junto a los centenares de cauces completamente secos que surcan el territorio nacional. Cauces de aquellos que comúnmente seguimos denominando ríos, como así reza en los carteles ubicados junto a los puentes de las carreteras que los cruzan. Esos que llamamos ríos dejan de serlo, pues, durante semanas o meses cada año y, por tanto, adolecen de la condición de corriente continua de agua.

En determinadas ocasiones nos encontramos con cauces por los que discurre agua todo el tiempo, pero se trata de sistemas intervenidos y regulados. Es decir, la gestión es la que determina el mantenimiento de ese caudal y no la dinámica natural. Esto hace que, por ejemplo, por los cauces que atraviesan muchas ciudades de la España mediterránea discurra agua en verano, de forma extemporánea. En ocasiones se trata de un recurso demandado por la ciudadanía, meramente paisajístico y estético, mantenido de manera artificial.

Bajo la protección de Airón
Sin embargo, también es verdad que, si viajamos por España o cualquier otro país mediterráneo, vemos que hay sistemas fluviales no regulados en los que el caudal, aunque pueda ser muy variable, se mantiene en el tiempo, sin que su cauce se seque nunca.

Dada la precariedad de los recursos hídricos de muchas de las regiones mediterráneas se podría pensar en un hecho casi milagroso o, al menos, providencial. En relación con esto último, por qué no mirar al cielo en busca de alguna señal que nos ayude a encontrar una explicación.

Echemos, pues, mano del panteón en búsqueda de ayuda divina. Las pesquisas nos llevan a Airón, que era una de las decenas de deidades que en época prerromana adoptaron las tribus que poblaban lo que posteriormente se llamó Hispania.

La mayor parte de aquellos pobladores adoraban a dioses directamente ligados a elementos de la naturaleza, desde el convencimiento de que dicha veneración podría, por un lado, serles beneficiosa para satisfacer sus necesidades y, por otro, protegerles frente a las inclemencias de los fenómenos naturales.

A Airón le tocó ser el dios de las fuentes, manantiales y pozos y, por tanto, de las aguas subterráneas. Era, al mismo tiempo, el dios de las aguas que les daban la vida y también el del inframundo, que se situaba en lo más hondo de esos pozos de donde la extraían. De hecho, todavía hoy día existen numerosos topónimos de lugares y pozos que hacen referencia a dicha deidad.
Los acuíferos como mecanismo de supervivencia
La componente subterránea es una más de las que dan como resultado la escorrentía que acaba circulando por los cauces de los ríos. En el caso de los mediterráneos, desempeña un papel esencial en el mantenimiento del caudal.

Entre otras funciones, los acuíferos tienen la capacidad de regular los recursos hídricos. Para muchas actividades que desarrolla el ser humano constituyen un depósito esencial. Para los ríos, suponen una fuente fiable de aportación de agua, independiente de las veleidades de la atmósfera. Es decir, llueva o no llueva.

La aportación de las aguas subterráneas a los ríos en las regiones mediterráneas es lo que explica que, a pesar del balance hídrico negativo, algunos mantengan el caudal en el tiempo. Es lo que ocurre, por ejemplo, en verano o en épocas de sequía cuando observamos que, a pesar de la ausencia prologada de lluvia, sigue discurriendo el agua. Por lo tanto, esos ríos mediterráneos merecen que se les identifique como tales gracias a las aguas subterráneas.

En las cuencas en las que no hay acuíferos que ejerzan esa función, las corrientes de agua sufren frecuentes periodos de estiaje, incluso bajo condiciones climáticas relativamente húmedas.

Ríos que agonizan y mueren
Es crucial que se gestionen adecuadamente, de un modo sostenible, las aguas subterráneas. No solo son un recurso fundamental para muchas actividades humanas, como es el caso de la agricultura. Intervienen decisivamente en el funcionamiento de sistemas naturales tan esenciales como los fluviales.

Lamentablemente, en España cada vez conocemos más casos de ríos (Guareña, Trabancos, Zapardiel) que dejaron de existir o están agonizando como consecuencia de la sobreexplotación del acuífero al que estaban conectados.

La muerte o desaparición de un río no es noticia y rara vez sale reflejada en la prensa. Sin embargo, es un acontecimiento tremendamente grave y luctuoso por la enorme cantidad de consecuencias negativas que acarrea para el funcionamiento de la naturaleza. Pero también, directamente para el hombre.

Su desaparición supone la pérdida de actividades económicas, de cultura, de paisaje, de memoria… Sin esa gestión racional de los acuíferos es seguro que habrá más casos de ríos en extinción. Y no les quedará más remedio a ellos (y a nosotros, como víctimas igualmente) que invocar la protección del venerado dios Airón.
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