El hecho de que la primera mitad de 2018 haya sido un año excelente en cuanto a incendios, podría llevarnos a bajar la guardia. La climatología favorable hace que la vegetación no se haya secado todavía, en el 90% de España. Pero quedan muchas semanas hasta que las lluvias de otoño vuelvan a regar toda la geografía ibérica.
Pese a ser un año más lluvioso de lo habitual, en la franja mediterránea, a excepción de Catalunya, ha sido extremadamente seco y podría dar algún susto. Además, las previsiones dependerán del rigor y duración del verano y de las situaciones meteorológicas puntuales. En las zonas con propensión al crecimiento de la hierba, como el centro de la Península, Norte y Oeste, paradójicamente, cuando llueve el riesgo es mayor, dado que este tipo de vegetación se agosta muy rápidamente. Por el contrario, en aquellas zonas con menos vegetación herbácea, como las montañas del Este peninsular y el Mediterráneo, los años lluviosos son más favorables, puesto que la vegetación almacena más agua, y es menos combustible. No obstante, hay que tener en cuentas las situaciones meteorológicas puntuales, que aún en años buenos pueden, si se repiten y son rigurosas, causar estragos.
Pero al hablar de incendios, no nos debemos dejar llevar por la aleatoriedad meteorológica de cada temporada. El año 2016 parecía bueno a priori, simplemente porque los incendios de invierno de la Cornisa Cantábrica se adelantaron a diciembre de 2015. Por el contrario, 2017 fue un mal año, aunque comparado con la situación producida en Portugal, se mantuvo dentro de ciertos límites.
Buscar una relación entre aspectos puntuales de la extinción y los resultados de los incendios de un año concreto no da buen resultado, dada la aleatoriedad innata de los incendios. Para ello, hacen falta series temporales muy largas y comparaciones extensas en lo espacial para poder sacar conclusiones. Por eso resulta mucho más útil elevar la perspectiva y mirar más allá de la inversión y el funcionamiento de “servicios de urgencia”, como son los de extinción. En especial, las preguntas a considerar serían cómo están nuestros montes, qué les pedimos, qué atención y recursos reciben.
Los terrenos forestales son aquellos que no están ocupados por zonas urbanas o agrícolas, siendo por tanto marginales. Aquellos espacios que ni siquiera la agricultura es capaz de valorizar son montes. Nuestra vegetación forestal se ha recuperado de una forma increíble en el pasado siglo. Valgan los siguientes datos: desde 1970, y pese a los incendios, se ha incrementado la superficie forestal en un 50% y sus existencias, en términos de madera o biomasa, en más de un 100%. Todo ello se une a un hundimiento demográfico de la España interior que coincide con las zonas forestales. Nuestra sociedad, ante un proceso urbanizador demasiado rápido y mal digerido, quiso preservar nuestros espacios forestales mediante instrumentos bien intencionados, pero poco solventes, que lo único que consiguieron fue acelerar el proceso de abandono de las actividades agroforestales clásicas y el emboscamiento del paisaje.
Tal continuidad de espacios forestales, sin ser la causa de los incendios, sí lo es de que algunos alcancen dimensiones catastróficas antes nunca vistas. Precisamente la alta eficacia en el control de la mayoría de los incendios forestales provoca lo que los expertos han bautizado como la paradoja de la extinción: en la actualidad se controlan el 99% de los incendios, pero el 1% restante tiene dimensiones catastróficas y son responsables de la mayor parte de la superficie quemada.
Por tanto, resulta irresponsable ante tal situación dejar solos a los servicios de extinción con un problema que por mucho que invirtamos en este ámbito resulta insoluble. Hay que centrarse más bien en el paciente, es decir, en los espacios forestales, que tienen que volver a gestionarse con la más eficiente de las herramientas, la prevención de riesgos naturales y la preservación de la biodiversidad, eficaz no solo para evitar incendios catastróficos sino también para luchar contra la despoblación y el cambio climático.
La biodiversidad que tenemos hoy es el resultado de milenios de la interacción del hombre con el medio natural. Y la súbita eliminación de esta interacción genera ecosistemas muy monótonos y proclives a incendios. Para evitarlo hay que superar enfoques erróneos que conciben la naturaleza como algo virgen o salvaje, una idea que no tiene base ni evidencia científica alguna y que tanto daño sigue haciendo al trasladar el mensaje de que cuanto más lejana la mano del ser humano mejor.
Nuestros montes, si excluimos la extinción, reciben ínfimos recursos públicos pese a soportar una sangría de normas que los restringen en aras del interés general. Pese a que sus aportaciones a los servicios ambientales básicos o su ubicación en las zonas más despobladas son inapelables, los montes reciben sólo unos 11 euros por hectárea y año de la PAC, frente a unos 450 euros por hectárea y año que se destinan a la agricultura.
Finalmente, es crucial superar debates escapistas que buscan soluciones demasiado fáciles para problemas complejos, como pretender explicar la ocurrencia de incendios por las especies que casualmente pueblan una zona concreta. Se acusa así del delito al perjudicado (el árbol), extremo que en otros ámbitos desata una bien justificada reacción social. En primer lugar, siempre que nos centremos en las zonas con sequía, no es cierto que haya diferencias substantivas entre las especies respecto a su superficie quemada.
Por ejemplo, la venerada encina ocupa dos tercios de su área en forma de dehesas, y es la ausencia de matorral y la separación entre los árboles debido a la mano del hombre lo que impiden casi siempre el progreso del fuego. ¿O acaso lo que se pretende con este tipo de debates es eliminar de nuestra geografía una vegetación, como los pinos, que llevan miles de años, como atestiguan los nombres de múltiples lugares, como las Pitiusas grecas (Ibiza y Formentera)?
Curiosamente, han sido las sociedades primitivas pobladoras de zonas pirófitas, como Australia o buena parte de los actuales Estados Unidos, las que mejor supieron convivir con el fuego, gestionando todo el territorio mediante pequeños incendios controlados que generaban discontinuidades y ecosistemas mucho más productivos para sus principales presas, a la vez que impendían la progresión de incendios devastadores. ¡Aprendamos la lección!
Eduardo Rojas Briales, decano del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes
Publicado en El Independiente el 6 de julio de 2018