Historia Forestal

03
May
2018

Silva, mons, foris, ager, civitas, urbs.

Una de las formas de clarificar conceptos es atender al significado de las palabras que los definen. No es nuevo; ya San Isidoro, cuando decidió escribir una enciclopedia con el saber de su tiempo, la escribió como Las Etimologías pues buscaba el significado de los conceptos, su raíz, en el origen de la palabra usada para cada uno.                                                                                              

Y no es nada anticuado; desde el giro lingüístico que tuvo la filosofía la filosofía en el siglo XX a partir de los trabajos de Frege y Wittgenstein, la atención al significado de la palabra está en el centro de la especulación metafísica.

 

En este marco, la perspectiva histórica que las sociedades pasadas nos proporcionan como objeto de análisis, nos permite su estudio detallado, lo que no sucede con nuestra época pues, al formar nosotros parte de ella, no podemos asumir correctamente el papel de sujeto que observa pues no es posible ser a la vez el objeto observado y el sujeto observante sin que caigamos en errores de percepción.

Por todo lo anterior puede resultar útil el estudio de los conceptos latinos para la comprensión de los conceptos que manejamos hoy en día y, tras el análisis, mejorar nuestro conocimiento sobre nuestra relación con los bosques y montes.

La civitas es la ciudad y el municipium abarca de la ciudad a la aldea; fuera y rodeando a la civitas está el ager, la tierra cultivada y labrada con cereales o frutales, y más allá está la silva, el bosque. La silva estaba foris del municipium de donde deriva la palabra forestal. Pero había la distinción entre el bosque adscrito al municipium, del que estaba foris del municipio. Mons era la montaña, de ahí deriva también la palabra monte como zona no cultivada, arbolada o no.

Tenemos la civitas, circundada por el ager y éste por la silva, que puede estar lejos de las ciudades foris, fuera, del control de la civitas. Aquí se transforma la silva en un mundo ajeno y hostil, sus habitantes, fueran animales u hombres son los salvajes, los que no están civilizados.

Para los grecolatinos hay una distinción tajante que separa a los civilizados, los que viven sujetos a las leyes de la civitas, viviendo del ager y en la civitas, y los salvajes, los que están foris de la civitas. Salvaje viene de silva y forajido de foris.

Antes que en Roma, en la polis griegas, ya vemos esa distinción. La primera cita literaria está en la Teogonía de Hesiodo, quien en todo momento recalca que él escribe para los “hombres que comen pan”, dando a entender que a los habitantes de la silva, que viven sin agricultura, los considera poco más que como animales, pues ni conocen la agricultura ni se rigen por la leyes de la polis. Para los griegos es ciudadano el que se rige por las leyes de la polis, sujeto de derechos y obligaciones.

Respecto a la ciudad, Aristóteles consideró que para su buen funcionamiento no debía ser tan grande como para que los ciudadanos no se conocieran entre sí. Los deseos de Aristóteles ya en su tiempo no se cumplían y, en los siglos siguientes, algunas ciudades crecieron muchísimo más de lo que él hubiera considerado deseable. Nació la urbs, la gran ciudad. Urbs viene de orbis, el círculo, el recinto cerrado, refiriéndose a que era una civitas rodeada de murallas y aplicándose el término a las grandes ciudades de Antioquía, Alejandría y Roma, la urbs por excelencia.

Roma, la urbs, con una población entre medio y un millón de habitantes en el siglo I, que vivían agolpados en casas de varios pisos y estrechas calles, pronto influyó en su alfoz desapareciendo la silva de su territorio. La ciudad se desvinculó de la foresta y, dentro de sus murallas llevan sus habitantes una vida desagradable: tras la puesta de sol era peligroso ir por las calles, habituales las enfermedades epidémicas y los incendios fueron muy frecuentes, pues las estructuras de madera de las casas se juntaban con la necesidad de hacer fuegos de leña para guisar o calentarse.

En el caso de los patricios, con menores riesgos de sufrir los problemas de la plebe, la inseguridad venía del clima de violencia política interna que Roma sufría.

La clase patricia evolucionó hasta ver con cariño la vida fuera de la urbs pasando a tener sus segundas residencias, las villas romanas, usadas como residencia cuando las circunstancias de pestes o revuelta política lo requirieran. Desconectados de la vida rural, el imaginario que deseaban vivir consistió en disfrutar de las comodidades de la ciudad en medio del campo.

Este fenómeno tuvo un preludio antiguo en Grecia, allí Hesiodo escribió de una Edad de Oro maravillosa como paraíso natural. Allí tuvo su origen la construcción ideológica de la Arcadia, como tierra maravillosa en la que la tierra y los ganados ofrecían sus frutos sin necesidad de trabajar y los hombres vivían relajados en paz entre sí y con la naturaleza.

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Pastores en la Arcadia. Cuadro de Nicolás Poussin. Museo del Louvre

El proceso tuvo su culmen en las Bucólicas de Virgilio, en la que se describe la Arcadia, en la que los hombres no tienen que esforzarse y sus únicas preocupaciones consisten en disertar de filosofía, literatura y sobre los amores aceptados o contrariados.

Claro que los patricios podían realizar esa utopía sobre la tierra, privadamente. En su villa, con sus arboledas para pasear o cazar, su río para pescar, el domus, la casa, con espacio, camas cómodas, hipocaustos como calefacción, y un montón de siervos rompiéndose el espinazo trabajando, pues para éstos la Arcadia feliz de la Villa Romana no existió. El idílico mundo rústico de las Bucólicas solo fue real para quien pudo pagarlo.

Las villas era el nombre dado a las aldeas, los núcleos habitados sin rango municipal; y en la finca de un patricio que instalara allí su palacio, también instalaba a un grupo de familias de siervos para cuidar de su domus, su ager y la silva de la finca. No era civitas ni municipium pues no se regía por cargos elegidos entre la comunidad de hombres libres, sino por la voluntad del dominus, el señor, el amo, que, en contraste era inmensamente libre pues su voluntad era la única ley.

Cuando en el Bajo Imperio las familias patricias huyeron de la ciudad hacia sus villas, las remodelaron como unidades casi autosuficientes y autónomas. La villa pasó a tener su propia defensa con muros altos, sin ventanas exteriores, con torreones y con una guardia propia a imitación de los pretorianos del César. Se desarrollaron las villas como miniestados independientes, con los siervos sin derecho alguno ligados a la tierra. Aquí nació el feudalismo.

En la Baja Edad Media, los siglos del Gótico, las ciudades resucitaron como centros de la vida intelectual y económica. La alta nobleza mantenía su palacio en la ciudad además de sus castillos en sus feudos. Nació una nueva clase, la burguesía, que potente económicamente construyó sus palacios en la ciudad y, con el objeto de demostrar que eran iguales a los aristócratas fueron adquiriendo tierras en las que construyeron sus villas, recuperando el viejo nombre romano.

Las ciudades medievales cuando prosperaron, vieron multiplicar su población y constreñidas por sus recintos amurallados repitieron el proceso de las urbes antiguas: hacinamiento de la población en cuchitriles. Junto a los palacios de los potentados, la inseguridad en las calles a la puesta de sol, e insalubridad con las consiguientes pestes, que eran evadidas por los potentados huyendo a sus residencias en los campos, que recordemos que es el tema de inicio del Decameron de Bocaccio y, no por casualidad, Virgilio se convirtió en el poeta clásico más popular de esos tiempos. El mito confuso que asociaba la naturaleza, la vida en el campo, la Arcadia feliz y la Edad de Oro, había resucitado.

Durante el Renacimiento el mito se mantuvo evolucionando. Lo encontramos en obras de Lope y Cervantes, en la raíz de la Ciudad del Sol de Campanella y de la Utopía de Moro. Su vigencia desembocó en el siglo XVIII en el mito del buen salvaje. Fue la Ilustración con su rechazo al Antiguo Régimen, con sus injustas leyes, la que fijó un concepto hasta entonces inexistente. Hasta ese momento el salvaje, el hombre que vivía en el bosque sin regirse por las layes, era un ser horrible, la negación de lo deseable, un monstruo, pero Rousseau dio la vuelta al concepto. El salvaje al no estar regido por la injusta legislación del estado tiene una vida deseable en una sociedad justa que no estaba constreñida por las injustas leyes y normas del Rey, por lo que podía desarrollar su vida en la bondad inherente al hombre, o sea, el salvaje ha pasado de forajido a ser el Buen Salvaje. Y la conclusión era que puesto que era la injusta sociedad del Antiguo Régimen la que convertía al hombre en malvado, era necesario otro tipo de sociedad además de ver el mundo natural a través del prisma de la belleza y la armonía, una idealización bucólica. El Romanticismo empezaba a alumbrarse.

Mirando a nuestro tiempo, caben varias cuestiones difíciles de asumir. ¿Aún nos queda silva que esté foris? Es decir si existen o no bosques o selvas, o montes libres de la intervención de la Urbs. Pocos hay desde luego. Cuando vemos un documental sobre pueblos indígenas y alguno de ellos lleva una camiseta del FC Barcelona, es imposible verle como un salvaje. Y si el que habita en la selva ya no es salvaje, ¿dónde queda la silva foris, que no esté regida por las decisiones de la Urbs, del Estado?

Incluso en las declaraciones de Parques Nacionales, se presenta un oxímoron gracioso, pues la definición para que este territorio se preserve natural, ha sido tomada por el Estado, que así lo decide y lo rige con una normativa específica, es decir es un espacio artificial en cuanto que para su existencia y desarrollo depende de un modelo diseñado por nosotros, en cuya lectura, con frecuencia, avistamos más de una disposición algo idealista en donde se cuela la búsqueda de la Arcadia, el intento de crear un espacio donde ésta pueda existir.

 

calles hong kong

Hoy la población mundial vive mayoritariamente en inmensas urbes y, al igual que los romanos del siglo I, se sienten incómodos desando un entorno que no sea tan hostil, que sea más amable. Dos mil años después no son solo los patricios los que se pueden permitir vivir en la villa, o hacerse la ilusión de escapar de la urbs. Si los patricios actuales tienden a tener su finca de caza, su cortijo, en la que pasar temporadas, o su vivienda en urbanizaciones en que la casa tiene aledaña una parcela inmensa con su arboleda, la pequeña burguesía puede adquirir para vivir su casita adosada o no, con su jardincito y, quien no puede hacerlo, alquila para algún fin de semana una casita rural.

Si el emperador Tiberio se marchó a Capri, y un oficinista de Bilbao hoy se fuera a una casa en la Sierra de Gata, los motivos psicológicos serían idénticos; y si Nerón construyó la Domus Aurea, inmenso palacio con jardines y fuentes y una guardia que lo protegiera separándole de la urbs, y hoy un millonario actual reside en una gran casa rodeada de jardines y árboles, en una urbanización cerrada y protegida con seguridad privada, también la motivación coincide.

Respecto a los romanos tenemos más urbs, menos civitas y casi carecemos de la silva foris, libre de las leyes del estado. El mundo en el que vivimos se parece a una gigantesca urbs de siete mil millones de personas, que sueñan con escapar. De ahí las ilusiones de viajes interestelares y los mundos de realidad virtual; así como el turismo de masas que solo sirve para que vayamos de un lugar a otro acabando en el punto de partida, como un pez de acuario que se mueve dentro de su cerrado recinto para sentir que no está enjaulado.

Añoramos y deseamos la silva porque necesitamos creer que existe una naturaleza prístina primigenia, la Arcadia feliz, ya que necesitamos una alternativa a la urbs. Queremos que la Arcadia bucólica de la Edad de Oro sea real, por eso creamos espacios naturales protegidos para los que, como es necesario, redactamos y aplicamos una normativa para su uso y gestión. Lo que hace palpable que no hay alternativa, pues lo que llamamos natural, es decir libre de nuestra influencia, no lo es, ya que gestionado por nuestras leyes también es un espacio artificial. Todos sabemos que la declaración de Espacio Natural conlleva el arribo de miles de visitantes que buscan conocerlo y en los centros de interpretación se les ofrece una visión idílica del espacio tanto en paneles y fotografías como, sobre todo, en los audiovisuales, que siempre ofrecen al visitante una cara amable de la naturaleza que quienes tienen contacto con la gestión saben que es casi tan irreal como querer conocer los ecosistemas de la selva tropical con la película de El Libro de la Selva de la factoría Disney.

Es difícil resignarse a la realidad de que somos peces en un acuario. Pero mientras el pez no se plantea qué pinta en el acuario, nosotros vivimos en la contradicción de desear la seguridad y comodidad del acuario a la vez que deseamos abandonarlo. Ahí está la clave de la neurosis colectiva en la que estamos inmersos los habitantes del mundo industrializado.

Queremos escapar de la urbs a la naturaleza, pero con la seguridad y comodidad de la urbs. Aquí está el éxito del todo terreno, llegar como dice un anuncio a dónde nadie ha llegado, para verlo, sentado cómodamente tras un cristal.

Cuanto antes asumamos que hemos transformado al planeta en una gran urbs será mejor, porque no tenemos alternativa. Y no hay Arcadia feliz ni naturaleza bucólica alguna que sea real, solo un mundo que tenemos que gestionar, para que siga siendo habitable.

Terminamos con una cita del biólogo S. J. Gould.

“Aunque no ha sido por culpa nuestra, ni por ningún plan cósmico o propósito consciente, nos hemos convertido en los guardianes de la continuidad de la vida sobre la tierra. No hemos solicitado ese cargo pero no podemos renunciar a él. Puede que nos sirvamos, pero aquí estamos”

La idea de escribir este texto me surgió hace años mientras leía el libro del filósofo Slavoj ZizeK: Bienvenidos al desierto de lo real.

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