Ciencia y Técnica

08
Nov
2018

 valores ciencia 2

Como señalé en la anotación anterior, fue R K Merton quien introdujo de forma explícita la noción de los valores en la esfera de la ciencia. Antes de formular la teoría de que existe un ethos de la ciencia, que es en relación con la cuál se hace referencia a expresa a un conjunto de valores, Merton (1938) desarrolló una tesis que tuvo en su día una gran influencia en relación con el contexto social, político y, sobre todo, religioso en que se produce la aparición de la ciencia moderna, en Inglaterra durante el siglo XVII. Como se verá, un elemento importante de esa teoría se refiere a la legitimación social que alcanzó la ciencia entonces y que después mantuvo hasta las primeras décadas del siglo XX. Y esa es la razón por la que me parece pertinente hacer aquí una breve incursión en ese terreno. Presento a continuación una síntesis de las ideas desarrolladas por el sociólogo norteamericano.
Durante el siglo XVII la religión era la fuente principal del sistema de valores dominantes. Por ello, se vieron favorecidas aquellas actividades que, por las razones que fuesen, se caracterizaban por unos valores que también eran los de la religión. Ese fue el caso, según Merton (1938), de la ciencia, por lo que las convicciones religiosas de la época contribuyeron a su emergencia o, al menos, constituyeron una suerte de estímulo para ella; dicho de otra forma, fueron las implicaciones psicológicas del sistema puritano de valores las que habrían promovido la adhesión social a la ciencia en la Inglaterra del siglo XVII.
Los sentimientos y creencias puritanas que promovían un trabajo infatigable y una aproximación racional a los problemas fueron factores de éxito económico. Y esa misma relación puede aplicarse a la relación entre el puritanismo y la ciencia, puesto que esos mismos factores son determinantes del éxito de la empresa científica. Probablemente debido a ello también, los protestantes experimentaron un profundo y consistente interés en el progreso de la ciencia.
Por otro lado, el puritanismo había atribuido una utilidad triple a la ciencia. Servía, en primer lugar, para disponer de pruebas prácticas del estado de gracia del científico1. En segundo lugar, la ciencia permitía ampliar el control humano sobre la naturaleza. Y por último, la ciencia se veía como un medio adecuado para glorificar a Dios.
La exaltación de la facultad de la razón en el ethos puritano –por considerar que la racionalidad atenúa las pasiones- condujo inevitablemente a una actitud de simpatía hacia aquellas actividades que demandan la aplicación constante del razonamiento riguroso. Por otra parte, la insistencia puritana en el empirismo, basado en la aproximación experimental, tenía mucho que ver con el rechazo de la contemplación, ya que se identificaba ésta con la ociosidad. Y por lo mismo, también tenía que ver con la relación estrecha que se establecía entre el gasto de energía física y el manejo de objetos materiales, por un lado, y el trabajo por el otro.
Además de lo anterior, hay otro factor que explicaría la relación entre el puritanismo y la ciencia, quizás de la misma importancia que el anterior, aunque más sutil y más difícil de apreciar. En cada época hay un sistema de ciencia que descansa sobre un conjunto de supuestos, normalmente implícitos y muy raramente cuestionados por la mayor parte de los científicos de ese tiempo. El supuesto básico en la ciencia moderna es una convicción muy extendida en la existencia de un Orden de las Cosas y, en particular, un Orden en la Naturaleza, aunque esa creencia, en realidad, es eso, una fe, y en tanto que tal, del todo inmune a la demanda de examen racional.
Paradójicamente, esa fe en la capacidad de la ciencia, muy anterior al desarrollo de la ciencia moderna, es una derivada inconsciente de la teología medieval. Esa condición era un prerrequisito para que surgiera la ciencia moderna, pues sin la creencia en ese Orden de la Naturaleza y lo que es lo mismo, en la existencia de Leyes de la Naturaleza, no hubiera habido un estímulo intelectual suficiente para que los filósofos naturales emprendiesen la tarea científica. Pero siendo necesario el prerrequisito, no era suficiente para provocar su desarrollo. Se necesitaba, además, un interés constante en buscar ese orden de la naturaleza de una forma empírica y racional, esto es, un interés activo en este mundo y sus fenómenos además de una aproximación específicamente empírica al mismo. Con el protestantismo la religión proporcionó ese interés; impuso obligaciones de concentración intensa en la actividad secular con un énfasis en la experiencia y la razón como bases para la acción y la creencia.
Fuente
Merton, Robert K (1938): “Motive Forces of the New Science” in Science, Technology and Society in Seventeenth-Century England, pp.: 80-102, 104-110. [Traducción al español: “El estímulo puritano a la ciencia” en el volumen II de “La Sociología de la Ciencia”, Alianza Editorial 1977, traducción de The Sociology of Science – Theoretical and Empirical Investigations, 1973]

Reproducido de Cuaderno de Cultura Científica

 

07
Nov
2018

valores ciencia 1

A finales de siglo XIX y comienzos del siglo XX los valores no desempeñaban ningún papel en el desarrollo de la ciencia. La noción de ciencia neutra, carente de valores se remonta al siglo XVII, a la creación de la Royal Society londinense. Según el Royalist Compromise, el acuerdo con la corona británica, recogió el compromiso de ésta de permitir a los miembros de la Sociedad investigar en libertad siempre que no se involucrasen en asuntos religiosos, políticos y morales.
Hume, el más importante filósofo empirista, diferenciaba tres tipos de filosofía, Filosofía natural (Ciencia), Filosofía práctica (Ética) y Semiótica (o Lógica), y sostuvo que son completamente diferentes unas de las otras. Para las posiciones empiristas la falacia naturalista sigue siendo un criterio de evaluación filosófica: a partir de aserciones factuales no se pueden implicar aserciones morales. Los científicos pueden conjugar el verbo ser, pero no deben usar la expresión deber ser.
Ya en el siglo XIX, en su Catecismo positivista, Auguste Comte afirmó que la ciencia tiene que ver con los hechos, no con los valores. Max Weber trasladó ese postulado a las ciencias sociales. Según él, también los economistas y los sociólogos deben adoptar una postura neutral cuando investigan. La ciencia ha de buscar la objetividad y por eso ha de describir, comprender y explicar los hechos, pero sin emitir juicios de valor. En la tradición empirista y positivista, esos juicios son subjetivos, por eso caen fuera del discurso científico. En su Tractatus logico-philosophicus (1921), Wittgenstein mantuvo tesis más radicales: «En el mundo todo es como es y sucede como sucede, en él no hay ningún valor, y aunque lo hubiese no tendría ningún valor». Los valores no existen en el mundo objetivo, los aportan los sujetos, sean individuales o colectivos. En su libro Religión y Ciencia, Russell afirmó tajantemente que “cuestiones como los “valores” se encuentran fuera del dominio de la ciencia”, e incluso que “están enteramente fuera del dominio del conocimiento; es decir, cuando afirmamos que esto o aquello tiene “valor”, estamos dando expresión a nuestras propias emociones, no a un hecho que seguiría siendo cierto aunque nuestros sentimientos personales fueran diferentes”. Concluyó que “si es cierto que la ciencia no decide cuestiones de valor, es porque escapan en absoluto a la decisión intelectual y se encuentran fuera del reino de la verdad y la falsedad. Todo conocimiento accesible debe ser alcanzado por métodos científicos, y lo que la ciencia no alcanza a descubrir, la humanidad no logra conocerlo”. Científicos tan prestigiosos como Poincaré, Einstein y otros muchos sostuvieron tesis similares, al igual que los filósofos de la ciencia de la corriente positivista. Y todavía en 1974, Quine recordaba que “la teoría científica se mantiene orgullosa y manifiestamente alejada de juicios de valor”.
Pero tal y como mostró Hilary Putnam (2002), esa dicotomía entre hechos y valores se derrumbó a lo largo del siglo XX. Hay dos causas principales de este giro. Por un lado, la noción de valor ha ampliado su significado. Por otro, la propia ciencia se ha transformado radicalmente, sobre todo a partir de la II Guerra Mundial. La primera gran grieta en el muro conceptual que habían levantado los filósofos empiristas y los propios científicos la abrió Robert K. Merton, a quien se atribuye la condición de fundador de la sociología de la ciencia. Merton, a partir de un análisis histórico del contexto social, político y religioso en que se produjo la llamada “revolución científica”, llegó a la conclusión de que la actividad científica y, más concretamente, su legitimación social, tenía mucho que ver con un conjunto de normas y valores que guían la labor de los científicos y al que denominó “ethos de la ciencia”. Volveremos más adelante sobre este asunto.
Llegados a este punto conviene hacer una petición de principio. Porque en este texto se ha manejado la noción de valores cuando en ningún momento se ha ofrecido una definición de la misma. En efecto, antes de seguir adelante es importante tratar de aclarar la cuestión de qué se entiende por valores y, como veremos, no va a ser tarea fácil. Nos enfrentamos a un término ciertamente elusivo. Es, de hecho, difícil definir qué es un valor, puesto que al respecto hay definiciones muy heterogéneas; y también es difícil clasificar los valores.
Según Echeverría (2002), los valores de la ciencia son considerados como funciones que guían y orientan las acciones científicas. Los valores son utilizados como ideal regulativo de las acciones, incluso como fundamento de la ética; parece que los valores son el motor, y no sólo la guardia o la inspiración, de cualquier empresa (Menéndez Viso, 2002). Pero el mismo Menéndez Viso (2005) señala que no es posible contar con una definición precisa del término, y añade que si los valores han de servir como principio explicativo, han de estar bien definidos, no pueden ser ellos mismos términos confusos. Pero lo son. No está claro si son principios, entidades, cualidades, funciones, o bienes, por ejemplo. En realidad, con un pequeño esfuerzo, el análisis de la literatura permite identificar los siguientes sinónimos de valores: virtudes, bienes, normas, fines, derechos, o dogmas.
Según ese mismo autor (Menéndez Viso, 2005), el término valores se utiliza porque hay ciertas nociones, como la virtud, la verdad, el bien o la belleza, que no resulta cómodo enunciar: hacerlo produce una cierta vergüenza. Y sin embargo, como las nociones en cuestión son básicas y todos nos referimos a ellas en infinidad de contextos, se recurre a un eufemismo que es el de los valores. La proliferación del uso de la noción de los valores se da gracias a un curioso giro semántico del término que, además de a su número, afecta al verbo que lo acompaña. Hasta finales del s. XIX las cosas tenían valor; a partir de entonces, y cada vez más, las cosas son valores.
Comparto la perplejidad que manifiesta Menéndez Viso en relación con este asunto y, como se verá en anotaciones posteriores, no creo que se trate de una perplejidad injustificada. No obstante, y puesto que, con propiedad o sin ella, la noción de los valores tiene amplísimo uso, seguiremos adelante, si bien es importante no perder de vista estas observaciones.
Fuentes
Echeverría, Javier (1995): El pluralismo axiológico de la ciencia. Isegoria 12: 44-79
Echeverría, Javier (2002): Ciencia y Valores; Barcelona, Ediciones Destino.
Echeverría, Javier (2014): Los valores de las ciencias: Del ideal de neutralidad del siglo XIX a la supremacía actual de la innovación. Investigación y Ciencia nº 452, mayo, pp.: 2-3
Menéndez Viso, Armando (2002): Valores ¿ser o tener? Argumentos de Razón Técnica nº 5: 223-238
Menéndez Viso, Armando (2005): Las ciencias y el origen de los valores Siglo XXI, Madrid
Putnam, Hilary (2002): The Collapse of the Fact/Value Dichotomy and Other Essays. Harvard University Press, Cambridge, Mass. [Traducción al español: El desplome de la dicotomía hecho/ valor y otros ensayos, Paidós Ibérica, Barcelona (2004)]
Sobre el autor: Juan Ignacio Pérez (@Uhandrea) es catedrático de Fisiología y coordinador de la Cátedra de Cultura Científica de la UPV/EHU

Reproducido de Cuaderno de Cultura Científica

01
Mar
2018

Por César Tomé

Parece el comienzo de un chiste, ¿verdad? Pero no lo es. Se trata de una pregunta que se han hecho científicos genetistas de la Universidad de Nueva York. ¿En qué se parecen un ratón y un tipo de raya conocida como Leucoraja erinacea?

La primera respuesta que nos viene a la mente es que nada, no se parecen en nada. Uno es un mamífero de sangre caliente, con pelo y bigotes que vive en un laboratorio o como polizón inadvertido en una casa, mientras que el otro es un pez que respira a través de agallas, que repta por el fondo del océano, de un acuario o de la piscina también de un laboratorio.

Y sin embargo, algo tienen en común: la habilidad de caminar, y esto podría cambiar nuestra idea sobre cómo evolucionó esa habilidad en los animales terrestres, un momento considerado como el de cambios adaptativos más radicales en la evolución de los animales terrestres.

Por qué unos nadan y otros caminan

Pero vayamos por partes. Resulta que la capacidad locomotora de la mayoría de los peces se basa en movimientos ondulatorios, mientras que la habilidad de caminar en los animales cuadrúpedos se basa en un patrón locomotor que alterna los lados derecho e izquierdo. Es fácil de entender porque nuestro propio caminar se basa en ese patrón. Ese patrón se corresponde con una huella genética que predispone a los animales a desarrollar esa capacidad.

Siempre se ha considerado que el paso de los movimientos ondulatorios al movimiento alternante derecha-izquierda fue algo lineal y que ocurrió después de que los primeros animales saliesen del océano.

Bien, pues los científicos de la Universidad de Nueva York han descubierto que la Leucoraja erinacea, a diferencia de la mayoría de los peces, posee esa huella genética que le predispone a ese movimiento alternante derecha-izquierda y, según sus conclusiones, esos genes provienen de un ancestro común de las rayas con los primeros tetrápodos y que vivió hace 420 millones de años, mucho antes de que los vertebrados saliesen del mar y caminasen por la tierra.

Es decir, que algunos animales pudieron tener la configuración neurológica necesaria para caminar mucho antes de que saliesen del mar.

Un pez que camina, ¿cómo lo hace?

La investigación comenzó con una pregunta sencilla: ¿cómo ha evolucionado con el tiempo la forma de moverse de distintas especies? El autor del estudio, Jeremy Dasen, profesor asociado del Intituto de Neurociencia de la Universidad de Nueva York, ya había trabajado antes estudiando el movimiento de las serpientes, pero en este caso no sabía por dónde empezar.

Así que hizo lo que haríamos todos: buscar en Google. Buscó vídeos de rayas, y encontró uno en el que una de ellas parecía estar caminando por el fondo del océano. Le pareció muy interesante, y de ahí surgió la primera pregunta: ¿cómo lo hace?

mantarayaCon ayuda del Laboratorio Biológico Marino de Woods Hole, de la Universidad de Chicago, recogieron unos cuantos ejemplares y comenzaron a observarlos. Comenzaron por lo básico: estas rayas son habitantes del fondo marino que no tienen patas, y por tanto, su caminar no se parece en nada a lo que estamos acostumbrados. Lo que utilizan son unas aletas situadas en la parte anterior de su pelvis, situadas debajo de su gran aleta en forma de rombo, que compone todo el cuerpo y que se ondula cuando nadan.

Normalmente se desplazan nadando, pero cuando comen o quieren moverse más despacio es cuando ponen en marcha ese movimiento aleatorio derecha-izquierda en el que parece, visto desde debajo, que unos diminutos pies impulsan al animal.

Los mecanismos neuronales que nos hacen caminar

Pero a Dasen y su equipo no les interesaba solo la biomecánica del pez, también los genes que controlan los mecanismos neuronales de ese movimiento. Comenzaron estudiando los genes Hox, un grupo de genes con un papel esencial en el desarrollo embrionario y por tanto en que el organismo en cuestión tenga la forma y las partes correctas. Cuando estos genes se silencian o están desordenados, el organismo puede terminar siendo deforme o no salir adelante.

Los científicos analizaron también la transcripción genética del gen FOXP1 que se encuentra en la espina dorsal de los cuadrúpedos y que interviene en la formación de las neuronas motoras que dan pie al movimiento de caminar. Cuando el factor FOXP1 es silenciado en ratones, los animales pierden la habilidad de coordinar los músculos de las piernas y sufren una descoordinación motora severa: no es que no tengan las patas para caminar, es que su cerebro no sabe cómo hacerlo.

Ambos están presentes en las rayas, igual que lo están en los ratones, y se cree que se remontan hasta hace más de 420 millones de años lo cual es sorprendente porque se creía que la capacidad para caminar apareció después de que la vida saliese de los océanos y ocupase tierra firme, y no antes

“No hay fósiles de neuronas”

“Hay mucha literatura científica sobre la evolución de las extremidades, pero muy poca tiene en cuenta el aspecto neuronal porque es mucho más difícil de estudiar: no hay fósiles de los nervios o las neuronas. Pero hay formas mejores de estudiar la evolución que simplemente mirando estructuras óseas”, explica Dasen a The Smithsonian Magazine.

Efectivamente, otros investigadores han analizado fósiles para aprender más sobre los primeros animales que se arrastraron por la tierra. Uno de ellos fue el Elginerpeton pancheri, uno de los primeros tetrápodos que vivieron fuera del océano hace unos 375 millones de años, o el Acanthostega, otro vertebrado primitivo cuyos fósiles han sido estudiados par aprender sobre el desarrollo de sus extremidades.

Mientras, algunos biólogos han ido uniendo piezas analizando algunos de los peces más extraños que aún viven hoy, la mayoría con líneas ancestrales que se remontan millones de años, como los celacantos, los sarcopterigios o los peces pulmonados (estos también mueven sus aletas pélvicas de forma parecida a caminar).

Los poliptéridos son peces con pulmones además de agallas capaces de caminar cuando se encuentran fuera del agua

Por último, un protagonista en esta búsqueda del eslabón que falta en la cadena de acontecimientos que nos llevó a caminar fuera del agua ha sido el poliptérido, o bichir, una especie de pez africano que tiene pulmones además de agallas y que puede sobrevivir fuera del agua, donde se mueve de forma similar al caminar.

La flexibilidad del sistema nervioso

Ahora, los científicos saben cómo son las rutas neuronales de ese caminar, y lo parecidas que son a las de los animales terrestres, algo que, indican los científicos, es una señal de la flexibilidad del sistema nervioso, de su desarrollo y sus funciones.

Una flexibilidad que ha sido clave a lo largo de la historia evolutiva de todas las especies: gracias a ese ancestro común que vivió hace 420 millones de años, ahora hay en la Tierra peces que nadan, serpientes que reptan, ratones que caminan y mantas raya que utilizan una combinación única de todos esos movimientos.

Y quizá, ahora que sabemos todo esto, podamos comprender un poco más el bipedismo en nosotros, los humanos.

Referencias:

Heekyung Jung et al (2018) The Ancient Origins of Neural Substrates for Land Walking Cell doi: 10.1016/j.cell.2018.01.013

Lorraine Boissoneault What a walking fish can teach us about human evolution Smithsonian Magazine 08/02/2018

Sobre la autora: Rocío Pérez Benavente (@galatea128) es periodista

Copiado de

https://culturacientifica.com/2018/02/12/se-parecen-raton-una-manta-raya/

28
Oct
2018


Los resultados determinan que estas infraestructuras proporcionan un buen rendimiento hidrológico y reducen el volumen de escorrentía en origen de manera eficaz.

pinos cercedilla vale

Un estudio liderado por investigadores del Instituto de Ingeniería del Agua y Medio Ambiente de la Universitat Politècnica de València (IIAMA-UPV) demuestra que las cubiertas vegetadas son una medida efectiva de adaptación al cambio climático en el Mediterráneo, ya que proporcionan buenos rendimientos hidrológicos y reducen la producción de escorrentía en origen.
Esta es la principal conclusión del artículo Hydrological Performance of Green Roofs at Building and City Scales under Mediterranean Conditions, publicado en la revista científica Sustainability y que ha sido realizado por Ignacio Andrés Doménech (IIAMA-UPV), Sara Perales Momparler (Green Blue Management), Adrián Morales-Torres (iPresas) e Ignacio Escuder-Bueno (IIAMA).
La investigación ha comparado el rendimiento hidrológico de una cubierta vegetada y una cubierta convencional bajo condiciones climáticas mediterráneas en dos escalas diferentes: a nivel de parcela o edificación, y a escala de ciudad.
"Diferentes estudios señalan que el rendimiento de esta infraestructura verde varía en gran medida por su exposición hidroclimática, especialmente con respecto al régimen de lluvia (frecuencia, volúmenes de lluvia) y las condiciones de humedad del suelo, por lo que era necesario cuantificar su rendimiento en una zona con un clima seco, como el Mediterráneo", explica Ignacio Andrés.
De hecho, el investigador del IIAMA recuerda que la Comisión Europea reconoce la gestión de las aguas pluviales en las ciudades, como uno de los desafíos más importantes en la lucha contra el cambio climático, "siendo las cubiertas vegetadas una tipología de infraestructura verde que puede ayudar a mejorar la mitigación y adaptación al cambio global".
Caso de estudio
El estudio se ha desarrollado en la ciudad de Benaguasil (València), donde en 2014 se rehabilitaron 315 m 2 de cubierta convencional en un edificio público convirtiéndola en cubierta verde.
Se instaló un pluviógrafo para analizar los datos de precipitación durante el período monitorizado, de junio de 2014 a junio de 2015. Asimismo, se monitorizaron los flujos generados por parte de la cubierta convencional adyacente, con una superficie de 240 m 2. Por otro lado, para analizar la eficiencia de la cubierta vegetada a largo plazo, se analizó mediante modelación matemática la respuesta de ambas cubiertas para la serie pluviométrica durante el período de 1990-2006, tal y como explica Ignacio Andrés Doménech.
"Para realizar la investigación, se desarrolló un modelo hidrológico utilizando el software SWMM (Storm Water Management Model) de la EPA (United States Environmental Protection Agency). En este sentido, la calibración y validación del modelo a escala de edificio, se realiza con los datos registrados en ambas cubiertas, mientras que el rendimiento hidrológico a largo plazo se estima mediante la simulación de la serie histórica de lluvias de 17 años de duración. Por último, el efecto de las cubiertas vegetadas en la respuesta hidrológica a escala de ciudad se analiza a través de un área urbana hipotética, representativa de las ciudades de la región" afirma el profesor de la UPV.


PRINCIPALES RESULTADOS


Los resultados obtenidos en la investigación demuestran que en el largo plazo la eficiencia hidrológica de la cubierta vegetada es alta, y los volúmenes de escorrentía se reducen significativamente con respecto a los producidos por una cubierta convencional.
Concretamente, a escala de ciudad los resultados determinan que el rango efectivo de lluvia que puede ser controlado por la cubierta vegetada oscila entre 15 y 20 mm, que corresponde a los eventos de lluvia más frecuentes. En este sentido, Ignacio Andrés sostiene que los coeficientes de escorrentía promedios en condiciones mediterráneas se pueden reducir hasta un 75%, "en un escenario en el que la mitad de las cubiertas se transformaran en cubiertas vegetadas".
Además, el investigador del IIAMA destaca que a estos beneficios hidrológicos, se agregan otras ventajas medioambientales y paisajísticas que hacen de este tipo de SUDS "una solución prometedora para enfrentar los desafíos urbanos causados por las amenazas climáticas".


¿QUÉ SON LAS CUBIERTAS VEGETADAS?


Las cubiertas vegetadas son un tipo específico de SUDS que consiste en áreas de vegetación viva que se instalan en la parte superior de los edificios, lo que promueve la reducción de la cantidad y contaminación de la escorrentía generadas en estas superficies, y que además, proporcionan servicios ecosistémicos como beneficios estéticos, valor agregado ecológico y una mejora del rendimiento térmico del edificio.
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Referencia bibliográfica:

Ignacio Andrés-Doménech et al. 2018. Hydrological Performance of Green Roofs at Building and City Scales under Mediterranean Conditions. Sustainability. DOI: 10.3390/su10093105

Reproducido de Madri+d

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