POR PILAR QUIJADA GARABALLÚ 23/01/2019 Los baños forestales están de moda. Desde Japón llega el poder sanador de la Naturaleza y los galenos japoneses los recetan cual “paracetamol” del alma. Pero la idea de que los bosques tienen la virtud de aquietar la mente no es nueva. Santiago Ramón y Cajal, Nobel de Medicina en 1906, y padre de la Neurociencia moderna, ya lo sabía. Lo describió muy bien en “Recuerdos de mi vida”. En 1899, escribió, “mi salud dejaba harto que desear. Invadiome la neurastenia, acompañada de palpitaciones, arritmias, insomnios, etc., con el consiguiente abatimiento de ánimo. Semejantes crisis cardíacas atacan frecuentemente a las personas nerviosas fatigadas, sobre todo durante esa fase de la vida en que declina la madurez y asoman los primeros desfallecimientos de la vejez [tenía 46 años]. Naturalmente, mis dolencias agriaron aún más mi natural triste e hipocondríaco. Y, por reacción fisiológica y moral, acometiome violenta pasión por el campo”.
Así que, como terapia, puso su afán en “disponer de quinta modesta y solitaria, rodeada de jardín, de cuyas ventanas se descubrieran, de día, las ingentes cimas del Guadarrama, y de noche, sector celeste dilatadísimo, no mermado por aleros ni empañado por chimeneas”, dos de las muchas aficiones de Cajal: la naturaleza y la astronomía. Aquella inmersión forestal, que permitió trabajo y aficiones, en el hoy barrio madrileño de Cuatro Caminos, le permitió recuperarse de su melancolía. “Procediendo a lo temerario”, señala, Cajal destinó todos sus ahorros a la construcción de Villa Amaniel. La inversión fue muy rentable, como él mismo explica: “Mi curación honró poco a la Farmacopea. Una vez más triunfó el mejor de los médicos: el instinto, es decir, la profunda vis medicatrix. Porque luego de instalado con la familia en la campestre residencia, mi salud mejoró notablemente. Al fin alboreó en mi espíritu, con la nueva savia, hecha de sol, oxígeno y aromas silvestres, alentador optimismo. Y, por añadidura, llovieron sobre mí impensadas satisfacciones y venturas”.
Reproducido del blog del Colegio de Ingenieros de Montes
Imagen obtenida a través de un dron de los montículos de termitas en el noreste de Brasil Credit Por Martin "et al"
Stephen J. Martin se percató de que había grandes montículos, algunos de 3 metros de alto por 9 metros de ancho, al costado de la carretera mientras conducía por una zona remota del noreste brasileño. “Después de veinte minutos, seguíamos pasando a su lado y pregunté: ‘¿Qué son?’”, relató Martin, un entomólogo de la Universidad de Salford en Inglaterra que estaba en Brasil debido a una investigación sobre la disminución de las abejas melíferas a nivel mundial. Martin pensaba que podía tratarse de tierra apilada que había quedado de la construcción de la carretera. En cambio, sus compañeros le respondieron lo siguiente: “Ah, son solo montículos de termitas”. Martin recordó su respuesta incrédula: “Les pregunté: ‘¿Están seguros?’. Y me respondieron: ‘Bueno, no sabemos. Eso creemos’”. En un viaje posterior, Martin se encontró de casualidad con Roy R. Funch, un ecólogo de la Universidad Estatal de Feira de Santana en Brasil, quien ya había hecho arreglos para llevar a cabo un fechado radiactivo a fin de determinar la edad de los montículos.
“Le dije: ‘Míralos, debe haber miles de estos montículos’. Y me respondió: ‘No, hay millones’”. Funch también calculó menos. En un artículo publicado el 19 de noviembre en la revista Current Biology, Martin, Funch y sus colegas informaron sobre los hallazgos de varios años de investigaciones. ¿Cuántos montículos? Alrededor de doscientos millones, estimaron los científicos. “Están por todas partes”, comentó Funch. Los montículos en forma de cono son la obra de la Syntermes dirus, una de las especies de termita más grandes del mundo con su casi centímetro y medio de largo. Los montículos, separados en promedio por unos 18 metros, están desperdigados sobre un área tan grande como Gran Bretaña (Inglaterra, Gales y Escocia). “Los humanos nunca hemos construido una ciudad tan grande, en ningún lugar”, afirmó Martin. A los científicos también les sorprendió cuando recibieron los resultados del fechado radiactivo de once montículos. El más joven tenía cerca de 690 años. El más antiguo era de al menos 3820 años, o de una edad cercana a las grandes pirámides de Guiza en Egipto. “Saber eso me impresionó”, comentó Funch. Martin mencionó que usaron la edad mínima sugerida por los datos, pero es posible que el montículo más antiguo tenga más del doble de esa edad. Los científicos también estimaron que, para construir doscientos millones de montículos, las termitas excavaron 10 kilómetros cúbicos de tierra, un volumen equivalente al de unas cuatro mil grandes pirámides de Guiza. “Este es el mejor ejemplo conocido de un ecosistema diseñado por una sola especie de insecto”, escribieron los científicos.
Científicos que estudian cientos de millones de montículos de termitas en Brasil, visibles desde el espacio, dataron un puñado y descubrieron que tienen entre 690 y 3820 años. Credit Roy R. Funch
Otra sorpresa fue que los montículos resultaron ser solo montículos. Otras termitas construyen montículos con complicadas redes de túneles que proveen ventilación a sus nidos subterráneos. Sin embargo, después de cortar algunos de los montículos, Funch y Martin encontraron un solo tubo central que llevaba hasta la parte más alta, y nunca dieron con ningún nido. Estos montículos no eran estructuras de ventilación, sino simples montones de tierra apilada. Conforme las termitas excavaban las redes de túneles debajo del paisaje, necesitaban un lugar donde poner la tierra que habían excavado. Por lo tanto, llevaban la tierra por el túnel central hasta la parte más alta de un montículo y la lanzaban para afuera. Eso también podría explicar el espacio regular entre los montículos. Al principio, Funch y Martin pensaron que era el resultado de colonias que competían entre sí. No obstante, cuando pusieron a una termita de un montículo al lado de otra de un montículo vecino, no hubo conflicto, lo cual indicó que eran de la misma familia. Concluyeron que el patrón era simplemente un espaciado eficiente de pilas de basura. Los montículos jóvenes y activos llegan a medir entre 1,2 y 1,5 metros en un par de años, según Funch. La mayoría de los montículos más antiguos parecieran estar inactivos. Los científicos no saben si esto quiere decir que las termitas los abandonaron o si nada más no tienen la necesidad de seguir excavando en el área después de construir los túneles que necesitan. Aunque la gente que vive en la región sabía de los montículos de termitas, solo pocos forasteros tenían conocimiento de ellos. Bosques de arbustos conocidos como caatinga ocultaban la extensión de las construcciones de las termitas. “Por eso pasaron desapercibidos durante tanto tiempo”, aseguró Funch. “No se les ve entre la vegetación endémica. Además, no pasan muchos científicos por aquí”. La mayor parte del año, con temperaturas que llegan a los 37 grados Celsius o más, los árboles son de color blanco chamuscado. El paisaje se torna verde tras una breve temporada de lluvias, después se caen las hojas y el paisaje se vuelve a desolar. “Estas termitas viven de las hojas muertas y se pueden alimentar una vez al año”, explicó Martin. Debido a que se habían desbrozado algunas partes del bosque, los montículos se volvieron visibles y, hace más o menos una década, las imágenes satelitales de Google Earth tuvieron la nitidez suficiente como para que Funch pudiera divisar montículos individuales. Se dirigió a algunos de los sitios para verificar que los montículos estuvieran ahí. Martin comentó que quería entender mejor la interconexión entre los insectos y la vegetación. Cuando se tala una parte del bosque, los montículos permanecen, pero las termitas se van porque ya no hay hojas que puedan comer. Los científicos también quieren observar a las termitas durante el periodo más activo de alimentación posterior al crecimiento del bosque y estudiar qué hacen los insectos el resto del año.
Reproducido del periódico The New York Times, 23 de noviembre de 2018
No hay iniciativas para rescatar a las ratas del hacinamiento, la inmundicia y la enfermedad que sufren en el alcantarillado.
En las siguientes líneas se plantea al lector la posibilidad de que el concepto de “animal” que se maneja dentro de lo que vagamente podríamos llamar hoy en día “animalismo” esté construido más a escala numinoso-religiosa que a escala estrictamente zoológica. No es el animalismo un movimiento social claro ni distinto. Posee una dimensión académica cuyo inicio suele colocarse en “Animals’ Rights: Considered in Relation to Social Progress” de Henry Stephens Salt (1894), y llega hasta textos actuales del profesor Jeff McMahan, en donde se propone la extinción de todas las especies carnívoras para alcanzar así un planeta sin sufrimiento. En cualquier caso, el animalismo al que nos referiremos tiene más que ver con sus manifestaciones populares, con figuras emocionales-psicológicas que ya están extendidas entre la ciudadanía de los países ricos: simpatizantes de partidos pro derechos de los animales, practicantes de dietas veganas, antiespecistas que proponen una misma consideración ética hacia todos los seres sintientes, al margen de su especie animal… En definitiva, posturas que pretenden ir un paso más allá del buen trato hacia los animales que nadie pone en cuestión. El mito de la naturaleza Para la defensa de esta tesis se hace necesario exponer brevemente el mito de la naturaleza como una de las artimañas ideológicas identificativas de la vida en la ciudad moderna. Una vez vencido el mundo salvaje -al menos en buena parte: no morimos devorados por depredadores, no pasamos frío en invierno, la mayoría de las enfermedades infecciosas tienen tratamiento, tenemos luz por la noche…-, el burgués insatisfecho inventa una nueva idea de naturaleza como un ámbito de pureza, calma, salud y armonía del cual ha sido expulsado, en la enésima reedición del mito del paraíso perdido que se hace en Occidente. Este anhelo por esa esencia es vivido bajo la figura emocional de la nostalgia, a pesar de que jamás existió, y el ciudadano suspira añorando una autenticidad que un día se fue (del verbo “ser”) y se fue (del verbo “irse”). Pero esta naturaleza es, obviamente, una impostura. La jungla, los polos, la selva, el desierto, las cumbres, los océanos, ¿pureza, calma, salud y armonía? La práctica totalidad de las frutas que comemos, de las verduras que ponemos en la ensalada, son productos técnicos humanos, resultado de miles de años de ingeniería genética rudimentaria, en donde ya se han vuelto irreconocibles los tubérculos, bayas o frutos silvestres de donde proceden. Y un componente central en esta naturaleza impostada desde la ciudad resultan ser justamente los animales. La misma distancia que media entre las bayas verdes y duras que encontraron los conquistadores del siglo XVI en Mesoamérica y los tomates de los supermercados actuales media entre los mamíferos que se representaban en las cuevas del paleolítico y esos lobos bonsái que hoy llamamos “perros”. En la ciudad, la relación de las personas con los animales cambia respecto de otras épocas históricas y, consecuentemente, el modelo básico de animal deja de ser la bestia o el bruto y pasa a ser la mascota. Los dibujos animados se ocuparán de lo demás. Quimeras genéticas, fruto de siglos de cruces que terminan produciendo variedades sin más funcionalidad que el capricho, en donde se han seleccionado la mansedumbre y otros rasgos que recuerdan superficialmente a la emocionalidad humana, se muestran como el paradigma de la auténtica naturaleza más pura. Sólo cuando se ha eliminado hasta el último vestigio de la vida salvaje se puede reconstruir mentalmente la naturaleza de una forma tan infiel a la realidad. Los animales como númenes Por más que el animalista declare estar movido por una solidaridad fraternal hacia seres que, en tanto que sintientes como él, son esencialmente semejantes, la figura emocional de esta reivindicación de los animales -de estos nuevos animales reentendidos desde la ciudad- está más cercana a la relación religiosa con los númenes que a una postura panespecista zoológicamente coherente. El concepto de “numen” adquiere protagonismo en la teología del siglo XX a través de la obra de Rudolf Otto -fundamentalmente Lo santo (1917)- como el contenido primario de las religiones, pero es en El animal divino (1985) de Gustavo Bueno donde se ensaya de forma más potente una filosofía materialista de la religión en donde las relaciones hombre-animal son vistas como el germen de la experiencia numinosa y, por extensión, del hecho religioso. Los númenes son seres dotados de voluntad, una cierta racionalidad y comportamiento propio, que revientan la dicotomía clásica hombre/objeto, ya que obviamente no pertenecen a ninguna de esas dos categorías. Dioses, extraterrestres, animales mitológicos, nacerían del peculiar trato que el ser humano ha mantenido con algunos animales a lo largo de su historia como especie. Considerarlos personas lleva a infinidad de situaciones simplemente ridículas. Considerarlos objetos es incompatible con su evidente actividad propositiva. No son númenes por sí mismos: lo que les convierte en númenes son sus relaciones con nosotros y, por tanto, necesitarán estar dados a una cierta escala operativa humana, -no podrán ser númenes los insectos, los dinosaurios o los peces abisales-. Si en su análisis de las religiones Bueno concluía que los númenes son animales, en nuestro análisis del animalismo cabe concluir que los animales son númenes.
‘Del total del reino zoológico, los animalistas recortan una pequeña parte, fundamentalmente mascotas y animales de granja, aquéllos con los que los humanos mantenemos relaciones’. Shutterstock / Eric Isselee
¿Qué hacemos con los insectos? Y así, del total del reino zoológico, con sus millones y millones de especies animales, los animalistas recortan una pequeña parte -fundamentalmente mascotas y animales de granja, aquéllos con los que los humanos mantenemos relaciones- para constituir el nuevo concepto de “animales”, ahora elaborado mediante una reconstrucción más numinosa que biológica. Por ejemplo, a pesar de que los insectos poseen sistemas nerviosos sofisticados, receptores del dolor, organizaciones sociales complejas, y, sobre todo, constituyen más del noventa por ciento de los animales del planeta, ninguna reivindicación animalista ha intentado proteger los derechos de estos seres sin duda alguna sintientes, -las diferencias respecto de las sensaciones humanas no restarán legitimidad a dichas sensaciones a los ojos de un antiespecista-. ¡En un reciente programa de radio explícitamente animalista se daban instrucciones para desparasitar a los perros!
Tampoco se conocen iniciativas para rescatar a las ratas de las condiciones de hacinamiento, inmundicia y enfermedad que sufren en el alcantarillado, por más que los roedores se encuentren evolutivamente más cercanos a los primates -y, por tanto, serán más parecidos sus sistemas nerviosos- que los cánidos. Animales y humanos Desde la superioridad moral con la que acostumbran a presentarse -lo cual también acerca sus planteamientos al tono habitual de las religiones-, y en sintonía con la candidez que caracteriza a nuestra sociedad, no ven al ser humano como un ser esencialmente político (Aristóteles), racional (Descartes) o lingüístico (Hayes), categorías que no pueden ser aplicadas a una gallina o un cangrejo, sino como un ser que se agota en su dimensión sintiente, condición que sí comparte con el resto de los númenes. Pero ésta es una consideración ideológica, más deudora de la publicidad y del individualismo sentimentalista e infantil propio del capitalismo actual que de una posición materialista y progresista en el análisis de la condición humana. Su raigambre puritana se demuestra en que no sufren por el dolor animal allá donde se dé por las causas que sean, sino únicamente por aquél infligido por el ser humano. Animales y humanos son seres sintientes, pero éstos, además, son sujetos históricos y políticos, características que no comparten aquéllos; sólo en el marco de esta condición histórica y política tiene sentido hablar de derechos. Es nuestro carácter normativo y conflictivo lo que hace inevitable la aparición de la historia, la política y las leyes en las sociedades humanas. Los derechos no son entidades naturales que brotan de la propia existencia de los individuos que los disfrutan, sino acuerdos sociales siempre enclavados en marcos jurídicos. La pretensión de incluir a los animales en estas lógicas humanas -por ejemplo, convirtiéndoles en titulares de derechos o describiendo su maltrato con el nombre de los delitos contra la integridad de los seres humanos (asesinato de los toros, violación de las vacas)- es el resultado de una candidez emocional que se alimenta del mito de la naturaleza recaído sobre una consideración numinosa de algunos animales. El animalismo, así, aparece ahora como un movimiento de textura religiosa. La ciudad moderna, como escenario del que se ha retirado la presencia real de la vida salvaje, es el lugar idóneo para que esta farsa tenga lugar.
Autor José Manuel Errasti Pérez Profesor titular de Psicología de la Personalidad, Universidad de Oviedo
Pocos países tienen tanta capacidad para el escándalo dramático como Francia. No hay cuestión lo suficientemente ridícula que no merezca ser luchada, de modo que cuando el Ayuntamiento de París anunció una campaña de desinfección de ratas a gran escala, miles de parisinos asistieron indignados a los acontecimientos. "Por encima de mi cadáver", se dijeron, y allí que van, lanzados con 20.000 firmas en contra del "genocidio" de las ratas.
Ah, Francia.
El problema es mayúsculo, por lo que la reacción exagerada de la opinión pública francesa también debía ser mayúscula. A la altura de la semana pasada, el consistorio parisino había tenido que cerrar nueve parques públicos ante la ubicuidad de los roedores callejeros. Hacía más de cuatro décadas que las ratas no proliferaban con tanta alegría por las calles parisinas, llegando a hacer suyo hasta el Campo de Marte, frente a la Torre Eiffel.
En cifras: hay alrededor de 4 millones de ratas por 2.3 millones de parisinos. Es una cuestión de escala si tenemos en cuenta que, como recogía Le Parisien, un feliz matrimonio de roedores puede engendrar una prole de casi 1.000 ratitas a lo largo de dos años. Ni siquiera la inusualmente alta tasa de fertilidad francesa puede competir contra tamaña productividad. ¿Solución? La guerra.
Dos agradables ratas para cada parisino
Las ratas se han adueñado de París, si bien habían sido tradicionalmente un icono más de la ciudad (cuya iconografía se remonta a los tiempos de Víctor Hugo). La propia industria cinematográfica francesa abrazó al despreciado roedor en Ratatouille, nombre tan válido para un plato de la cocina provenzal como para una rata-cocinera que gozó de un aplauso unánime entre la audiencia internacional. Ahora, Ratatouille se multiplica por millones y, amén de dominar la noche, se deja ver a diario por las calles de París.
Las ratas forman parte del imaginario de París en el siglo XIX, aquí ilustradas por Gustave Doré.
Entonces, ¿por qué ahora? Es quizá lo que se está preguntando el Ayuntamiento de París. Como recoge The Guardian, según las autoridades locales no hay más ratas ahora de las que ha habido siempre en la ciudad, sino que los medios de comunicación, quizá espoleados por los turistas, les han prestado más atención. Dado que las ratas sólo necesitan comida, agua y un nido donde procrear, son una consecuencia casi natural de la densidad poblacional. Y en el fondo, argumentan, no son tan malas (suerte luchando contra la memoria).
Otra posibilidad es un pequeño cambio en las regulaciones de la Unión Europea. Tradicionalmente, el consistorio había utilizado un veneno muy efectivo que, cuando se pegaba al pelo de las ratas, se trasladaba a su organismo durante su proceso de higiene (similar al de los gatos). A los pocos días, los bichos morían. Pero la UE consideró que este método era peligroso porque podía contaminar el agua corriente de la ciudad (las ratas viven en las alcantarillas).
El cambio ha motivado que el veneno, ahora, tenga que desplegarse en trampas. Esas trampas suelen ser comida, pero las ratas parisinas tienen absurdas cantidades de comida a su alrededor (sin contar a quienes, turistas o locales, deciden darles comida) sin tener que buscarla activamente.
"No en mi nombre", dice el pueblo
Pero aunque no son agresivas ni invasivas, tienen mala reputación. De modo que el mismo ayuntamiento ha tenido que elaborar planes de control poblacional. Hasta que ha surgido una mujer llamada Jo Benchetrit y ha dicho "no".
Dado el estado de sitio decretado por el ayuntamiento contra las ratas, Benchetrit, activista y psicóloga infantil, publicó una petición pública llamando a detener "la masacre" y "el genocidio" que las autoridades parisinas quieren cometer contra la población de ratas. Lejos de parecer una frivolidad, la propuesta acumula más de 20.000 cifras, y sumando.
Según la misiva, "las ratas no son peligrosas para los humanos". Y continúa: "Su única culpa es que, según los parisinos, no son demasiado bonitas. ¿Es esta una razón de preso para infringirles la pena de muerte? Soy una psicóloga infantil y estoy horrorizada por la crueldad del hombre". En el resto de la petición, los firmantes llaman a sustituir los métodos de exterminio por otros contraconceptivos que limiten la capacidad reproductiva de las ratas. Otro hito del movimiento animalista.
El caso es que la atención mediática que las ratas de París han acaparado durante los últimos días también ha proyectado, de forma paralela, la popularidad de la propuesta de Benchetrit. Por lo que sólo cabe esperar que sus peticiones sumen apoyos en el futuro a corto plazo.
Reproducido de magnet.xataka.com
Nota de Distrito Forestal.- La noticia es antigua, de finales de 2016, pero ilustra bien hasta donde puede llegar la estulta moda animalista. Lo que al profesor Errasti le parecía que no podía llegarse, resulta que si que se ha llegado: a querer proteger la vida de las ratas pese a que pueden ser origen de enfermedades para los seres humanos.
El último número de la revista Unasylva de FAO versa sobre la relación entre bosques y que las ciudades sean sostenibles
Las ciudades necesitan bosques. La red de bosques, los grupos de árboles y los árboles individuales de una ciudad y sus alrededores desempeñan una amplia gama de funciones, como regular el clima, almacenar el carbono, eliminar los agentes contaminantes del aire, reducir el riesgo de inundaciones, colaborar en la seguridad alimentaria, del agua y la energía, así como mejorar la salud física y mental de los ciudadanos. Los bosques realzan el aspecto de las ciudades y desempeñan funciones importantes en la cohesión social e incluso pueden reducir la delincuencia. Esta edición de Unasylva se analiza detalladamente la silvicultura urbana y periurbana: sus beneficios, escollos, gobernanza y los desafíos que plantea