El éxodo rural, los cambios socioeconómicos y el cambio climático facilitan una acumulación inmensa de combustible vegetal listo para arder con intensidades y velocidades nunca vistas. Antes vivíamos del bosque; ahora nos defendemos de él
Es sabido que los incendios forestales son cada vez más grandes, más veloces y más intensos. Aún así, lo que la comunidad científica observó atónita en 2017 en diversos puntos del planeta es algo escalofriante hasta para los especialistas en la materia.
Los incendios forestales del 2017 pusieron más cenizas en la atmósfera que respiramos que diez años de erupciones volcánicas. Las intensidades caloríficas emitidas por los incendios de junio y octubre en Portugal fueron respectivamente de 68 y 142 veces la de la bomba atómica de Hiroshima. En el episodio de octubre, además, se registró el mayor ratio de superficie quemada por hora de los que se tiene noticia, mas de 14.000 ha/h.
El cambio climático enfrenta a los países nórdicos a un riesgo que hasta este momento desconocían. Por primera vez los bosques de Finlandia, Noruega, Suecia o Dinamarca están sufriendo las temperaturas y el estrés hídrico que hacen posible los grandes incendios, y no están preparados para enfrentarse a ellos. Mientras tanto la situación en el Mediterráneo se extrema y la construcción indiscriminada en las zonas de interfaz activa las peores situaciones de protección civil vividas en Europa desde la última guerra, como estamos viendo ahora mismo en Grecia.
El éxodo rural y los cambios socioeconómicos hacen aumentar la continuidad de la vegetación forestal en nuestros campos, el paso del tiempo incrementa la acumulación de combustibles continuos, el cambio climático predispone ese combustible para arder en cualquier estación y las políticas de exterminio del fuego evitan que se vaya consumiendo naturalmente. El resultado de todo ello es la inmensa acumulación continua de combustible vegetal listo para arder con intensidades y velocidades nunca antes vistas en incendios forestales; y todo ello en zonas pobladas.
En unas pocas décadas hemos pasado de vivir del bosque a tener que defendernos de él.
A pesar de ello, la lucha contra incendios se ha basado en su extinción y en la prohibición de los usos del fuego en el monte, sin mirar a los orígenes del problema.
El resultado más evidente de este planteamiento ha sido que la economía forestal ha pasado a sustentarse de la extinción de incendios, y que el abandono de los aprovechamientos y de la gestión del paisaje ha venido a alimentar esta nueva forma de economía forestal. Es decir, la pretendida solución al problema, más que contenerlo, lo ha cronificado.
Esta estrategia se ha demostrado equivocada y la estadística nos lleva a plantear la paradoja de la extinción, esto es, que cuanto más eficaces somos apagando incendios de pequeña y media envergadura, más inducimos la acumulación de combustibles “salvados inicialmente” que alimentarán al próximo megaincendio, haciéndonos por tanto más ineficaces en la lucha contra los incendios verdaderamente dañinos, lo que nos enseña que el camino recorrido, lejos de mejorar la situación, la está empeorando.
Es decir, cada vez tenemos menos incendios, pero los grandes se hacen muy grandes, superando con creces la capacidad de extinción, de forma que en España, Francia y Portugal el 98% de los incendios consume el 4,6% de la superficie quemada, pero el 2% de los restantes arrasan el otro 95,4% de dicha superficie.
Nuestros operativos son altamente eficaces en la extinción de los pequeños y medianos incendios, pero a un altísimo coste, lo que los hace también tremendamente ineficientes.
La extinción no es una solución al problema, sino únicamente la respuesta del sistema a la alarma puntual.
El límite de la capacidad de extinción. Hay un umbral de intensidad a partir del cual la multiplicación de los recursos de extinción no puede influir en el comportamiento del fuego, la energía emitida hace físicamente imposible su control. Si no se identifica ese umbral en el que todo empeño por apagar las llamas resulta inútil, no solo se desperdiciarán recursos pagados con dinero público, sino que se estarán perdiendo oportunidades para cuando haya un cambio de condiciones y, lo que es peor, poniendo inútilmente en riesgo al personal que se mantenga en el empeño.
La intensidad máxima admisible para el ataque directo a las llamas se sitúa entorno a los 4.000 kw/m, mientras que para el ataque indirecto y por tanto umbral absoluto de la capacidad de extinción el límite se estima en los 10.000 kw/m.
Las intensidades generadas por incendios en zonas forestales con vegetación disponible en cantidades superiores a 10 Tn/ha en las condiciones meteorológicas propicias ya superan la capacidad de extinción. Es decir, por muchos medios que destinemos a ello no existe posibilidad de control mientras se mantengan las condiciones que alimentan la reacción, puesto que, recordemos, el fuego es un fenómeno de naturaleza química.
La carga efectiva de muchos de nuestros bosques supera con creces las 30 Th/ha, por lo que sus potenciales incendios superarían la capacidad de extinción en amplias zonas del territorio.
Incendios forestales de última generación (6ª). Este nuevo tipo de incendio surge como consecuencia del cambio climático y consiguen dominar la situación meteorológica en la que crecen creando su propia dinámica de propagación generando columnas de convección que atraviesan la troposfera hasta grandes altitudes. En presencia de humedad y frío en las capas altas, la condensación de la columna de convección hace que esta se desplome, lo que a nivel de superficie tiene un efecto multiplicador en la expansión superficial del incendio, pues amplias zonas en el entorno del incendio inicial se ven afectadas por cientos e incluso miles de nuevos focos secundarios que dan lugar a una extensa tormenta de fuego.
Como consecuencia de ello, zonas que parecían seguras por estar suficientemente alejadas de los frentes activos se incorporan de forma casi instantánea al incendio con el consiguiente e inesperado atrapamiento de la población que las habita, dejando decenas de muertos, comarcas completamente arrasadas y modificaciones en la atmósfera de duración variable, lo que a su vez trae aparejados cambios meteorológicos con influencia en centenares de kilómetros a la redonda.
El proceso que se desencadenó en Portugal en los episodios de junio y octubre del pasado año tardó dos meses en entenderse, y nunca antes se había observado ni en Europa ni en ninguna zona del planeta de clima mediterráneo.
Lo que ocurrió en Pedrógão Grande en Portugal el 17 junio 2017 es que el incendio desarrolló una columna convectiva de tal intensidad que el pirocúmulo generado por la combustión evolucionó a pirocumulonimbus. Mientras las condiciones eran favorables el incendio siguió creciendo y alimentando la nube de tormenta, pero cuando el cambio de las condiciones meteorológicas empezó a dificultar la combustión, el incendio no pudo mantener suficiente energía para sustentar la convección y la nube, ya a 15.000 m, condensó en altura y su propio peso hizo que se viniera abajo con vientos de hasta 100 km/h ensanchando el incendio en todas direcciones. A partir de ese momento el incendio empezó a crecer desmesuradamente quemando 4.800 ha en 21 minutos y matando por atrapamiento a 64 civiles.
Política de emergencias. En la lucha contra incendios estamos conformándonos con políticas de ganancia marginal, de pequeñas victorias, lejos aún de la revolución que el sistema necesita imperiosamente.
Como los esfuerzos en extinción funcionan el 98% de las veces, la respuesta oficial es insistir y seguir invirtiendo en ello asumiendo que en ese 2 % de las veces se aguantará el tipo haciendo “lo que se pueda” en el megaincendio (que viene a ser solicitar más medios a otros operativos para su incorporación al intento de controlar lo incontrolable o, al menos, aparentarlo), sin sopesar el hecho estadístico de que ese 2 % de las veces en que el incendio sobrepasa la capacidad de extinción supone más del 80 % de la superficie quemada anualmente en nuestro país, malgastando en el empeño ingentes cantidades de dinero público que hubiera sido verdaderamente útil en la gestión previa de los montes, que es lo único que puede revertir la situación.
Esta incapacidad demostrada reiteradamente para entender la situación y aprender de los errores pasados está retrasando las decisiones necesarias para empezar a poner soluciones duraderas que eviten la repetición de tragedias de protección civil.
Lecciones aprendidas.
1. La letal paradoja es que en la 6ª generación, cuando las condiciones meteorológicas hacen pensar que el incendio va a ir perdiendo virulencia progresivamente es cuando realmente desarrolla su mayor agresividad.
2. Un problema de paisaje. No es un problema de medios de extinción, es la situación de continuidad y acumulación de vegetación bajo estrés hídrico en la que se encuentran nuestros montes.
3. Protección Civil. Ya no hablamos de los incendios como perturbaciones medioambientales; el nuevo paisaje ha hecho vulnerable a la población, lo que da una nueva dimensión al problema convirtíendolo en un riesgo para una ciudadanía en principio lejana y ajena al foco del incendio.
4. Aprendizaje colectivo. No podemos asumir que cada operativo aprenda la lección al sufrir su primera tormenta de fuego, demasiados muertos. Es vital capitalizar la experiencia y el conocimiento extraído de Portugal en junio y octubre de 2017. Hay que compartir experiencias y concentrarse en desactivar los detonantes de la situación en lugar de en la mitigación de las llamas.
5.
Revisión de criterios. El dogma en la atención a emergencias es “primero personas, después bienes y solo después la masa forestal”. Sin lugar a dudas es correcto a nivel de maniobra, pero ha de ser modificado para las decisiones estratégicas y tácticas según lo aprendido en las grandes emergencias por incendio forestal de la última década:
La clave está en evitar el colapso de los sistemas de emergencias para no dejar a su suerte a la población en ningún caso. Para ello hemos de seleccionar objetivos realistas para nuestra capacidad de respuesta y tener la valentía y honestidad profesional necesarias para dar por perdido aquello que no es técnicamente posible defender, lo que nos permitirá gestionar esa derrota y, posiblemente, salvaguardar a la población potencialmente afectada.
Seleccionar como prioridad el bien común por encima del bien individual es emocionalmente complicado, pero ya se hace por ejemplo en accidentes y atentados con múltiples víctimas, donde la asistencia sanitaria se prioriza en función de las probabilidades de supervivencia. No podemos permitirnos derivar recursos y esfuerzos a salvar una vida improbable a costa de perder otras que se hubieran salvado con mayor probabilidad. Es el concepto de triaje. Incorporar este principio a la gestión de grandes desastres naturales implica tener claro que dos vidas valen más que una y 100 casas más que 10. El triaje operativo nos permite ser proactivos y evitar el colapso del sistema al intentar dar respuesta a todo.
Es necesario abandonar el cómodo relato de víctimas de una situación heredada que se agrava cada día de forma irremediable y abrazar el de la oportunidad creativa que supone la creación de un paisaje resiliente para el mañana.
Se hace verdaderamente urgente un cambio de paradigma en la gestión de incendios forestales y la experiencia y el conocimiento científico apuntan a la gestión del paisaje como única alternativa con garantías.
Marc Castellnou Ribau y Alejandro García Hernández son ingenieros de Montes.
Publicado en El País, el 24 de julio de 2018.
- M. Castellnou y A. García