Nota de prensa del Colegio Oficial de Ingenieros técnicos forestales
Cada año aumentan los incendios forestales que afectan a urbanizaciones o poblaciones que están rodeadas de vegetación (incendios en interfaz urbano-forestal). Es de sobra conocido que los factores que originan la situación de riesgo actual frente a incendios forestales en el ámbito mediterráneo están directamente relacionados con la ordenación territorial, el contexto socioeconómico, el estado del medio natural y meteorología. Los cambios en la distribución de la población y su relación con el territorio así como una sociedad que no percibe el riesgo de incendios forestales son un factor determinante en este tipo de trágicos sucesos. A todo ello debemos unirle el abandono de la actividad agrícola extensiva por falta de rentabilidad y de otros usos tradicionales del monte como la recogida de leña y el pastoreo que sin lugar a dudas condicionan de forma manifiesta la denostada realidad actual de las áreas rurales, sometidas a la falta de los cuidados mínimos necesarios. Si a este evidente escenario de abandono de espacios agroforestales y del mundo rural le añadimos el del cambio climático y la presencia de viviendas y personas muy cerca de nuestro medio natural, la situación se vuelve mucho más compleja y peligrosa. Bien es cierto que la Península Ibérica está teniendo, hasta la fecha, un verano con una meteorología favorable que ha supuesto que en los primeros siete meses de este año haya habido la mitad de incendios forestales en nuestro país y se haya quemado un 25% menos de extensión que en la media de los últimos 10 años. Pero la meteorología no deja de ser un factor que se escapa de nuestro poder de actuación y por tanto hay que estar en constante alerta porque hemos hecho muy poco en materia preventiva y nuestro medio natural se encuentra en una situación deplorable. España posee, en muchos lugares de su geografía, una ordenación urbanística que no ha tenido en cuenta el peligro que suponen los incendios forestales, basta con darse una vuelta por la Costa del Sol, el Levante o por las Islas Baleares para saber de qué estamos hablando. La presencia de urbanizaciones, edificaciones, infraestructuras y personas en zonas de alto riesgo influye de forma determinante en los incendios y en su forma de atacarlos. No ayuda tampoco que Comunidades Autónomas como Castilla y León o Castilla-La Mancha no apuesten por profesionales como los Ingenieros Forestales, reduciendo su plantilla de forma continua y paulatina a pesar de ser los técnicos mejor formados en materia de incendios forestales. A pesar de que la normativa reconoce que los incendios forestales representan una amenaza recurrente para las personas, sus bienes y el medio ambiente y considera que el creciente grado de desarrollo urbano en los entornos forestales (interfaz urbano-forestal - IUF), suponen un riesgo especialmente grave por las peculiaridades que entraña su extinción seguimos sin tomarnos en serio este importante problema. Situaciones como la ahora sucedida en Grecia merecen hacernos reflexionar de lo que estamos haciendo. O más bien, de lo que no estamos haciendo. En España existe la obligación de que existan planes de autoprotección frente a incendios forestales de edificaciones, núcleos de población aislada, urbanizaciones, campings, etc., que se encuentren ubicados en zonas de riesgo, para los casos de emergencia que puedan afectarles. ¿Pero esto se cumple en nuestro país? La respuesta es un rotundo no (salvo honrosas excepciones). Pese a ser obligatorio, la gran mayoría de urbanizaciones y municipios no cuenta con esta herramienta. Existe una escasa percepción del riesgo por parte de la población y propietarios. La lucha contra los incendios forestales, especialmente en áreas de IUF, es una responsabilidad compartida entre los poderes públicos y la sociedad civil. El reto pasa por conseguir comunidades organizadas y adaptadas que asuman el riesgo de incendio para prevenirlo y mitigarlo. La población que vive en el medio natural no tiene percepción del riesgo y no conoce sus deberes y responsabilidades en materia de prevención y autoprotección de sus bienes. Se hace necesario una concienciación y aceptación del compromiso que supone vivir en el monte como punto de partida para cualquier estrategia de protección. Hay que establecer mecanismos técnicos y sociales que informen y adviertan del riesgo real a los ciudadanos. Planes de prevención frente a incendios forestales Los planes de prevención contra incendios forestales son unos de esos mecanismos que establecen medidas de protección civil orientados a reducir los riesgos de situaciones catastróficas para las personas, bienes y el medio ambiente (en ese orden). Esta herramienta es la forma más eficaz de mejorar las acciones de prevención y crear así espacios donde se opere de manera más controlada ya que en él se planifican las actuaciones para intentar reducir el número de incendios y sus consecuencias en caso de producirse. Pero nuestras administraciones no tienen una percepción real del riesgo, mucho menos los habitantes de esas zonas de interfaz urbano forestal y existe una ausencia generalizada de este tipo de instrumentos. Resulta imprescindible, que con el fin de reducir el riesgo y evitar futuros daños en la medida de lo posible, se realice un desarrollo completo de la planificación a todas las escalas (prevención, emergencias y autoprotección de estas zonas especialmente sensibles) para abordar el problema desde todas sus dimensiones. No queremos que lo sucedido en Portugal el año pasado y ahora en Grecia se repita en nuestro país. Debemos recordar que son las comunidades autónomas las encargadas de declarar qué zonas son de alto riesgo y debemos nuevamente exigir que existan esos planes de defensa (prevención, emergencias, autoprotección…). Las Zonas de Alto Riesgo de Incendio (ZAR) son las áreas en las que la frecuencia o virulencia de los incendios forestales, y la importancia de los valores amenazados, hacen necesarias medidas especiales de protección contra los incendios. Corresponde a cada administración local, en general, elaborar su propio plan de prevención de incendios forestales, siendo en algunas Comunidades Autónomas obligatorio para todos los municipios con terreno forestal y en otras sólo en las zonas ZAR identificadas. La planificación a escala local permite diseñar actuaciones ajustadas a la realidad del territorio, pero siempre debe ir coordinada con la planificación de los municipios limítrofes y con los planes de ámbito superior (planes comarcales, de demarcación, regionales…). El problema es que en los pocos casos en los que se redacta este plan, no se suele dotar de presupuesto, por lo que no se desarrolla y acaban en un cajón olvidado de la administración de turno. Esta situación supone que la planificación no tenga ningún efecto práctico sobre el territorio y por tanto sobre la prevención de incendios forestales. Pero los incendios no entienden de estas circunstancias y arrasarán con todo aquello que encuentren en su camino. Hasta que ocurra una tragedia como la griega. Sea por una razón o por otra, la realidad es que tanto si no se redacta un plan local de prevención de incendios forestales, como si se redacta pero no se desarrolla, el resultado es el mismo: no se previenen los incendios forestales ni se minimizan los riesgos. En este contexto real, los incendios forestales que afectan a estas zonas de interfaz resultan de una complejidad extrema. Si al riesgo de incendio forestal propio de los ecosistemas mediterráneos se le añade en el caso de España, por su perfil de potencia turística, la afluencia masiva de visitantes coincidiendo mayoritariamente con la época más seca (con mayor probabilidad de ocurrencia de incendios y de que éstos sean más virulentos) y la presencia masiva de zonas residenciales entrelazadas con terrenos agroforestales nos muestran un escenario que puede ser dantesco. Actualmente los medios de extinción y de protección civil no pueden ni deben asumir toda la responsabilidad e incluso ponerse en situación de riesgo, particularmente si no se han observado las mínimas normas de autoprotección y prevención. Los medios pueden ser insuficientes en grandes incendios forestales y episodios de simultaneidad de incendios. Es necesario transmitir este mensaje a la población. Estamos jugando con fuego, nunca mejor dicho. Y no debemos olvidar que el verdadero drama ecológico, económico y social comienza después del incendio. No estamos hablando sólo de un problema medioambiental, se trata de un problema de seguridad nacional. España podría tener su particular tragedia griega.
Foto: Incendio Forestal de Cortes de Pallás (2012). Nula percepción del riesgo y autoprotección malentendida.
Autor: Ferrán Dalmau Rovira Localización: Urbanización Pi de la Cabra (Carlet, Valencia)
El éxodo rural, los cambios socioeconómicos y el cambio climático facilitan una acumulación inmensa de combustible vegetal listo para arder con intensidades y velocidades nunca vistas. Antes vivíamos del bosque; ahora nos defendemos de él
Es sabido que los incendios forestales son cada vez más grandes, más veloces y más intensos. Aún así, lo que la comunidad científica observó atónita en 2017 en diversos puntos del planeta es algo escalofriante hasta para los especialistas en la materia. Los incendios forestales del 2017 pusieron más cenizas en la atmósfera que respiramos que diez años de erupciones volcánicas. Las intensidades caloríficas emitidas por los incendios de junio y octubre en Portugal fueron respectivamente de 68 y 142 veces la de la bomba atómica de Hiroshima. En el episodio de octubre, además, se registró el mayor ratio de superficie quemada por hora de los que se tiene noticia, mas de 14.000 ha/h. El cambio climático enfrenta a los países nórdicos a un riesgo que hasta este momento desconocían. Por primera vez los bosques de Finlandia, Noruega, Suecia o Dinamarca están sufriendo las temperaturas y el estrés hídrico que hacen posible los grandes incendios, y no están preparados para enfrentarse a ellos. Mientras tanto la situación en el Mediterráneo se extrema y la construcción indiscriminada en las zonas de interfaz activa las peores situaciones de protección civil vividas en Europa desde la última guerra, como estamos viendo ahora mismo en Grecia. El éxodo rural y los cambios socioeconómicos hacen aumentar la continuidad de la vegetación forestal en nuestros campos, el paso del tiempo incrementa la acumulación de combustibles continuos, el cambio climático predispone ese combustible para arder en cualquier estación y las políticas de exterminio del fuego evitan que se vaya consumiendo naturalmente. El resultado de todo ello es la inmensa acumulación continua de combustible vegetal listo para arder con intensidades y velocidades nunca antes vistas en incendios forestales; y todo ello en zonas pobladas. En unas pocas décadas hemos pasado de vivir del bosque a tener que defendernos de él. A pesar de ello, la lucha contra incendios se ha basado en su extinción y en la prohibición de los usos del fuego en el monte, sin mirar a los orígenes del problema. El resultado más evidente de este planteamiento ha sido que la economía forestal ha pasado a sustentarse de la extinción de incendios, y que el abandono de los aprovechamientos y de la gestión del paisaje ha venido a alimentar esta nueva forma de economía forestal. Es decir, la pretendida solución al problema, más que contenerlo, lo ha cronificado. Esta estrategia se ha demostrado equivocada y la estadística nos lleva a plantear la paradoja de la extinción, esto es, que cuanto más eficaces somos apagando incendios de pequeña y media envergadura, más inducimos la acumulación de combustibles “salvados inicialmente” que alimentarán al próximo megaincendio, haciéndonos por tanto más ineficaces en la lucha contra los incendios verdaderamente dañinos, lo que nos enseña que el camino recorrido, lejos de mejorar la situación, la está empeorando. Es decir, cada vez tenemos menos incendios, pero los grandes se hacen muy grandes, superando con creces la capacidad de extinción, de forma que en España, Francia y Portugal el 98% de los incendios consume el 4,6% de la superficie quemada, pero el 2% de los restantes arrasan el otro 95,4% de dicha superficie. Nuestros operativos son altamente eficaces en la extinción de los pequeños y medianos incendios, pero a un altísimo coste, lo que los hace también tremendamente ineficientes. La extinción no es una solución al problema, sino únicamente la respuesta del sistema a la alarma puntual. El límite de la capacidad de extinción. Hay un umbral de intensidad a partir del cual la multiplicación de los recursos de extinción no puede influir en el comportamiento del fuego, la energía emitida hace físicamente imposible su control. Si no se identifica ese umbral en el que todo empeño por apagar las llamas resulta inútil, no solo se desperdiciarán recursos pagados con dinero público, sino que se estarán perdiendo oportunidades para cuando haya un cambio de condiciones y, lo que es peor, poniendo inútilmente en riesgo al personal que se mantenga en el empeño. La intensidad máxima admisible para el ataque directo a las llamas se sitúa entorno a los 4.000 kw/m, mientras que para el ataque indirecto y por tanto umbral absoluto de la capacidad de extinción el límite se estima en los 10.000 kw/m. Las intensidades generadas por incendios en zonas forestales con vegetación disponible en cantidades superiores a 10 Tn/ha en las condiciones meteorológicas propicias ya superan la capacidad de extinción. Es decir, por muchos medios que destinemos a ello no existe posibilidad de control mientras se mantengan las condiciones que alimentan la reacción, puesto que, recordemos, el fuego es un fenómeno de naturaleza química. La carga efectiva de muchos de nuestros bosques supera con creces las 30 Th/ha, por lo que sus potenciales incendios superarían la capacidad de extinción en amplias zonas del territorio. Incendios forestales de última generación (6ª). Este nuevo tipo de incendio surge como consecuencia del cambio climático y consiguen dominar la situación meteorológica en la que crecen creando su propia dinámica de propagación generando columnas de convección que atraviesan la troposfera hasta grandes altitudes. En presencia de humedad y frío en las capas altas, la condensación de la columna de convección hace que esta se desplome, lo que a nivel de superficie tiene un efecto multiplicador en la expansión superficial del incendio, pues amplias zonas en el entorno del incendio inicial se ven afectadas por cientos e incluso miles de nuevos focos secundarios que dan lugar a una extensa tormenta de fuego. Como consecuencia de ello, zonas que parecían seguras por estar suficientemente alejadas de los frentes activos se incorporan de forma casi instantánea al incendio con el consiguiente e inesperado atrapamiento de la población que las habita, dejando decenas de muertos, comarcas completamente arrasadas y modificaciones en la atmósfera de duración variable, lo que a su vez trae aparejados cambios meteorológicos con influencia en centenares de kilómetros a la redonda. El proceso que se desencadenó en Portugal en los episodios de junio y octubre del pasado año tardó dos meses en entenderse, y nunca antes se había observado ni en Europa ni en ninguna zona del planeta de clima mediterráneo. Lo que ocurrió en Pedrógão Grande en Portugal el 17 junio 2017 es que el incendio desarrolló una columna convectiva de tal intensidad que el pirocúmulo generado por la combustión evolucionó a pirocumulonimbus. Mientras las condiciones eran favorables el incendio siguió creciendo y alimentando la nube de tormenta, pero cuando el cambio de las condiciones meteorológicas empezó a dificultar la combustión, el incendio no pudo mantener suficiente energía para sustentar la convección y la nube, ya a 15.000 m, condensó en altura y su propio peso hizo que se viniera abajo con vientos de hasta 100 km/h ensanchando el incendio en todas direcciones. A partir de ese momento el incendio empezó a crecer desmesuradamente quemando 4.800 ha en 21 minutos y matando por atrapamiento a 64 civiles. Política de emergencias. En la lucha contra incendios estamos conformándonos con políticas de ganancia marginal, de pequeñas victorias, lejos aún de la revolución que el sistema necesita imperiosamente. Como los esfuerzos en extinción funcionan el 98% de las veces, la respuesta oficial es insistir y seguir invirtiendo en ello asumiendo que en ese 2 % de las veces se aguantará el tipo haciendo “lo que se pueda” en el megaincendio (que viene a ser solicitar más medios a otros operativos para su incorporación al intento de controlar lo incontrolable o, al menos, aparentarlo), sin sopesar el hecho estadístico de que ese 2 % de las veces en que el incendio sobrepasa la capacidad de extinción supone más del 80 % de la superficie quemada anualmente en nuestro país, malgastando en el empeño ingentes cantidades de dinero público que hubiera sido verdaderamente útil en la gestión previa de los montes, que es lo único que puede revertir la situación. Esta incapacidad demostrada reiteradamente para entender la situación y aprender de los errores pasados está retrasando las decisiones necesarias para empezar a poner soluciones duraderas que eviten la repetición de tragedias de protección civil. Lecciones aprendidas. 1. La letal paradoja es que en la 6ª generación, cuando las condiciones meteorológicas hacen pensar que el incendio va a ir perdiendo virulencia progresivamente es cuando realmente desarrolla su mayor agresividad.
2. Un problema de paisaje. No es un problema de medios de extinción, es la situación de continuidad y acumulación de vegetación bajo estrés hídrico en la que se encuentran nuestros montes.
3. Protección Civil. Ya no hablamos de los incendios como perturbaciones medioambientales; el nuevo paisaje ha hecho vulnerable a la población, lo que da una nueva dimensión al problema convirtíendolo en un riesgo para una ciudadanía en principio lejana y ajena al foco del incendio.
4. Aprendizaje colectivo. No podemos asumir que cada operativo aprenda la lección al sufrir su primera tormenta de fuego, demasiados muertos. Es vital capitalizar la experiencia y el conocimiento extraído de Portugal en junio y octubre de 2017. Hay que compartir experiencias y concentrarse en desactivar los detonantes de la situación en lugar de en la mitigación de las llamas.
5. Revisión de criterios. El dogma en la atención a emergencias es “primero personas, después bienes y solo después la masa forestal”. Sin lugar a dudas es correcto a nivel de maniobra, pero ha de ser modificado para las decisiones estratégicas y tácticas según lo aprendido en las grandes emergencias por incendio forestal de la última década: La clave está en evitar el colapso de los sistemas de emergencias para no dejar a su suerte a la población en ningún caso. Para ello hemos de seleccionar objetivos realistas para nuestra capacidad de respuesta y tener la valentía y honestidad profesional necesarias para dar por perdido aquello que no es técnicamente posible defender, lo que nos permitirá gestionar esa derrota y, posiblemente, salvaguardar a la población potencialmente afectada. Seleccionar como prioridad el bien común por encima del bien individual es emocionalmente complicado, pero ya se hace por ejemplo en accidentes y atentados con múltiples víctimas, donde la asistencia sanitaria se prioriza en función de las probabilidades de supervivencia. No podemos permitirnos derivar recursos y esfuerzos a salvar una vida improbable a costa de perder otras que se hubieran salvado con mayor probabilidad. Es el concepto de triaje. Incorporar este principio a la gestión de grandes desastres naturales implica tener claro que dos vidas valen más que una y 100 casas más que 10. El triaje operativo nos permite ser proactivos y evitar el colapso del sistema al intentar dar respuesta a todo. Es necesario abandonar el cómodo relato de víctimas de una situación heredada que se agrava cada día de forma irremediable y abrazar el de la oportunidad creativa que supone la creación de un paisaje resiliente para el mañana. Se hace verdaderamente urgente un cambio de paradigma en la gestión de incendios forestales y la experiencia y el conocimiento científico apuntan a la gestión del paisaje como única alternativa con garantías.
Marc Castellnou Ribau y Alejandro García Hernández son ingenieros de Montes.
El hecho de que la primera mitad de 2018 haya sido un año excelente en cuanto a incendios, podría llevarnos a bajar la guardia. La climatología favorable hace que la vegetación no se haya secado todavía, en el 90% de España. Pero quedan muchas semanas hasta que las lluvias de otoño vuelvan a regar toda la geografía ibérica. Pese a ser un año más lluvioso de lo habitual, en la franja mediterránea, a excepción de Catalunya, ha sido extremadamente seco y podría dar algún susto. Además, las previsiones dependerán del rigor y duración del verano y de las situaciones meteorológicas puntuales. En las zonas con propensión al crecimiento de la hierba, como el centro de la Península, Norte y Oeste, paradójicamente, cuando llueve el riesgo es mayor, dado que este tipo de vegetación se agosta muy rápidamente. Por el contrario, en aquellas zonas con menos vegetación herbácea, como las montañas del Este peninsular y el Mediterráneo, los años lluviosos son más favorables, puesto que la vegetación almacena más agua, y es menos combustible. No obstante, hay que tener en cuentas las situaciones meteorológicas puntuales, que aún en años buenos pueden, si se repiten y son rigurosas, causar estragos. Pero al hablar de incendios, no nos debemos dejar llevar por la aleatoriedad meteorológica de cada temporada. El año 2016 parecía bueno a priori, simplemente porque los incendios de invierno de la Cornisa Cantábrica se adelantaron a diciembre de 2015. Por el contrario, 2017 fue un mal año, aunque comparado con la situación producida en Portugal, se mantuvo dentro de ciertos límites. Buscar una relación entre aspectos puntuales de la extinción y los resultados de los incendios de un año concreto no da buen resultado, dada la aleatoriedad innata de los incendios. Para ello, hacen falta series temporales muy largas y comparaciones extensas en lo espacial para poder sacar conclusiones. Por eso resulta mucho más útil elevar la perspectiva y mirar más allá de la inversión y el funcionamiento de “servicios de urgencia”, como son los de extinción. En especial, las preguntas a considerar serían cómo están nuestros montes, qué les pedimos, qué atención y recursos reciben. Los terrenos forestales son aquellos que no están ocupados por zonas urbanas o agrícolas, siendo por tanto marginales. Aquellos espacios que ni siquiera la agricultura es capaz de valorizar son montes. Nuestra vegetación forestal se ha recuperado de una forma increíble en el pasado siglo. Valgan los siguientes datos: desde 1970, y pese a los incendios, se ha incrementado la superficie forestal en un 50% y sus existencias, en términos de madera o biomasa, en más de un 100%. Todo ello se une a un hundimiento demográfico de la España interior que coincide con las zonas forestales. Nuestra sociedad, ante un proceso urbanizador demasiado rápido y mal digerido, quiso preservar nuestros espacios forestales mediante instrumentos bien intencionados, pero poco solventes, que lo único que consiguieron fue acelerar el proceso de abandono de las actividades agroforestales clásicas y el emboscamiento del paisaje. Tal continuidad de espacios forestales, sin ser la causa de los incendios, sí lo es de que algunos alcancen dimensiones catastróficas antes nunca vistas. Precisamente la alta eficacia en el control de la mayoría de los incendios forestales provoca lo que los expertos han bautizado como la paradoja de la extinción: en la actualidad se controlan el 99% de los incendios, pero el 1% restante tiene dimensiones catastróficas y son responsables de la mayor parte de la superficie quemada. Por tanto, resulta irresponsable ante tal situación dejar solos a los servicios de extinción con un problema que por mucho que invirtamos en este ámbito resulta insoluble. Hay que centrarse más bien en el paciente, es decir, en los espacios forestales, que tienen que volver a gestionarse con la más eficiente de las herramientas, la prevención de riesgos naturales y la preservación de la biodiversidad, eficaz no solo para evitar incendios catastróficos sino también para luchar contra la despoblación y el cambio climático. La biodiversidad que tenemos hoy es el resultado de milenios de la interacción del hombre con el medio natural. Y la súbita eliminación de esta interacción genera ecosistemas muy monótonos y proclives a incendios. Para evitarlo hay que superar enfoques erróneos que conciben la naturaleza como algo virgen o salvaje, una idea que no tiene base ni evidencia científica alguna y que tanto daño sigue haciendo al trasladar el mensaje de que cuanto más lejana la mano del ser humano mejor. Nuestros montes, si excluimos la extinción, reciben ínfimos recursos públicos pese a soportar una sangría de normas que los restringen en aras del interés general. Pese a que sus aportaciones a los servicios ambientales básicos o su ubicación en las zonas más despobladas son inapelables, los montes reciben sólo unos 11 euros por hectárea y año de la PAC, frente a unos 450 euros por hectárea y año que se destinan a la agricultura. Finalmente, es crucial superar debates escapistas que buscan soluciones demasiado fáciles para problemas complejos, como pretender explicar la ocurrencia de incendios por las especies que casualmente pueblan una zona concreta. Se acusa así del delito al perjudicado (el árbol), extremo que en otros ámbitos desata una bien justificada reacción social. En primer lugar, siempre que nos centremos en las zonas con sequía, no es cierto que haya diferencias substantivas entre las especies respecto a su superficie quemada.
Por ejemplo, la venerada encina ocupa dos tercios de su área en forma de dehesas, y es la ausencia de matorral y la separación entre los árboles debido a la mano del hombre lo que impiden casi siempre el progreso del fuego. ¿O acaso lo que se pretende con este tipo de debates es eliminar de nuestra geografía una vegetación, como los pinos, que llevan miles de años, como atestiguan los nombres de múltiples lugares, como las Pitiusas grecas (Ibiza y Formentera)? Curiosamente, han sido las sociedades primitivas pobladoras de zonas pirófitas, como Australia o buena parte de los actuales Estados Unidos, las que mejor supieron convivir con el fuego, gestionando todo el territorio mediante pequeños incendios controlados que generaban discontinuidades y ecosistemas mucho más productivos para sus principales presas, a la vez que impendían la progresión de incendios devastadores. ¡Aprendamos la lección! Eduardo Rojas Briales, decano del Colegio Oficial de Ingenieros de Montes
Publicado en El Independiente el 6 de julio de 2018